Antologías

El Ratón

Recuerdo el día de su desaparición como si fuera ayer. Todo empezó un lunes por la tarde. Como de costumbre, hacía cola para conseguir mi entrada en el Cine Royal. A diferencia de la mayoría de las personas de mi edad, no estaba demasiado familiarizado con las compras por internet ni tampoco con las plataformas audiovisuales. Y aquella rutina semanal era mi única relación con el séptimo arte.

Rodeado de bares de moda y clínicas de estética, el Cine Royal eran una de las viejas glorias de la zona. Su cartelera no ofrecía mucha variedad: cuatro películas a elegir y tan solo un nuevo estreno por semana. Cada lunes, aprovechando el día del espectador, iba a la primera sesión de la tarde. Allí me encontraba siempre al Ratón.

El Ratón era el vecino más peculiar del barrio y uno de los más veteranos. Desde que me mudé, tuve la suerte de compartir edificio con él. Era un hombre bastante mayor, muy desproporcionado, con las orejas enormes y las extremidades muy finas. Recorría las calles a gran velocidad, con pasos cortos y siempre con un cigarro en la mano. Se dejaba ver mucho por los bares. Todos ellos eran muy distintos a los que un día conoció. Ahora, la mayoría eran lugares llenos de gente donde se consumía lo justo y se hacían muchas fotos. Al Ratón le gustaba echar una mano a los pobres diablos que, incansablemente, defendían las barras de aquellos locales en busca de la mejor puntuación. Como agradecimiento, los camareros le invitaban a cañas, pero para él la cerveza era lo de menos. Lo que le gustaba era rodearse de las nuevas caras del barrio y contarles viejas historias del lugar. Porque el Ratón siempre había vivido allí, y nunca perdía la oportunidad de recordárselo a todo aquel con el que se cruzaba.

No se le conocía familia. Vivía con una perra llamada Dorita. Era gigantesca, con mucho pelo y una cabeza descomunal. Durante sus paseos, tenían charlas de todo tipo. Él hablaba y la perra caminaba. El Ratón comentaba la vida de los vecinos, discutía con Dorita sobre un comportamiento u otro, e incluso le daba su opinión sobre el resto de perros de la zona. Según él, estaban muy bien decorados, pero eran demasiado pequeños para ella. Si el Ratón sucumbía a los achaques propios de la edad y se le complicaba la tarea, Dorita salía sola, con toda la seguridad del mundo y ajena a las miradas de los vecinos, mientras sostenía su correa con la boca. Después, sin abusar de la confianza de su dueño, una vez hechas sus necesidades, volvía tranquilamente al edificio, ladraba un par de veces y el Ratón le abría la puerta.

En el bloque todos sabíamos que estaba enamorado de Consuelo, una viuda con muy poca gracia cuyo atractivo había sido capaz de vencer a los años. Cuando llegaba la primavera, era frecuente escuchar al Ratón dedicándole alguna canción en el patio interior. Antes de arrancarse a cantar, siempre repetía la misma frase: «Esta para mi Consuelo». Aunque ella le ignoraba, eso nunca frenó al Ratón que, cuando consideraba oportuno, volvía a recordarle su devoción.

Para mí, el Ratón era, sobre todo, mi compañero los lunes de cine. Solía comentar las películas en voz alta, era el único que aplaudía y, al terminar, mientras recorría el pasillo, se despedía de todos los que nos habíamos reunido allí siendo fieles a nuestro encuentro semanal. No me molestaba para nada su comportamiento. Mentiría si dijese lo contrario. Me gustaban sus comentarios, tenían mucho tino y, gracias a ellos, conseguía amenizar hasta la peor de las películas.

Comprar la entrada, era el primer paso de mi ritual. Después llegaban las palomitas, el refresco y una rápida visita al baño. Al terminar, entraba en la sala y esperaba. El Ratón siempre llegaba con la película empezada, sin preocuparse demasiado por guardar silencio mientras buscaba un buen asiento. El espacio no era ningún problema, podía contar con los dedos de una mano los espectadores que nos encontrábamos allí cada lunes. Pero aquel día fuimos uno menos. Faltaba el Ratón. 

No salí demasiado entusiasmado del cine. Había sido una historia sosa, sin fondo y demasiado ¿moderna? No lo sé, no conecté en ningún momento con ella. A ratos me sentía perdido y otras no entendía el por qué de las acciones de los personajes. De camino a casa, recorrí las calles, parándome discretamente frente a cada bar, con la intención de dar con el Ratón. Pero no había ni rastro de él. Me empecé a preocupar. ¿Le habría pasado algo? Al llegar al portal, me planteé llamar a su puerta. Descarté la idea enseguida. Era un poco alarmista por mi parte. Seguramente todo estaba bien. Una vez entré en casa, decidí dejar el tema aparcado y me puse a preparar la cena.

Pasaron los días y nadie vio al Ratón por ningún lado. Cuando apareció un cartel informando de la venta de su piso, no tardaron en llegar los rumores. Unos decían que había muerto y un sobrino lejano había heredado la casa. Otros fantaseaban con la idea de que le hubiese tocado la lotería y se hubiese marchado del país. Todo el mundo daba su opinión e inventaba un dato más para alimentar las fabulaciones. Incluso llegué a escuchar a Consuelo hablar en la panadería, muy orgullosa, de las canciones que le dedicaba. Después de años ignorándolas, ahora presumía de ellas.

Yo, por mi parte, no volví a pisar el Royal. Sin su compañía no iba a disfrutar de las películas; ya lo había comprobado. Además, ir sería aceptar su ausencia y me negaba por completo a hacerlo. El nunca se hubiera marchado sin decir adiós. Y, menos aún, en silencio, derrotado por un viejo barrio con ínfulas que, tras un lavado de cara, se creía demasiado para él.

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