Antologías

Una vida de ensueño

I

Al oír la alarma, Pelayo se despertó. Apagó el dispositivo. Se duchó y se vistió. Ropa interior, camiseta, vaqueros, cárdigan y zapatos. Bebió un zumo de limón. Llaves, bolsa de deporte y abrigo. Salió de casa. Caminó hasta la parada del autobús. Esperó unos minutos. Se subió al vehículo. Bajó. Recorrió el trayecto final hasta las oficinas centrales de la agencia de publicidad donde trabajaba. Fichó. Subió en ascensor. Llegó a al puesto de trabajo. Encendió el ordenador. Fue a la cafetería a por fruta y café. Abrió el correo. Leyó los mensajes nuevos. Abrió hojas de cálculo, presentaciones y documentos de texto. Asistió a una reunión. Continuó trabajando con las hojas de cálculo. Contestó varios correos. Remató varias presentaciones pendientes. Tuvo una reunión. Pidió comida para llevar: ensalada de aguacates, quinoa, atún y tomate. Más café. Volvió a su puesto de trabajo. Comprobó que tenía nuevos correos. Priorizó la elaboración de las bases de datos solicitadas. Le encargaron una nueva presentación. Fue a otra reunión. Continuó con la base de datos. Cerró los programas. Apagó el ordenador. Bajó en el ascensor. Fichó. Esperó al autobús. Bajó. Caminó hasta el gimnasio. Se cambió en el vestuario. Cardio, piernas y cardio de nuevo. Salió del gimnasio. Llegó al portal. Subió las escaleras. Abrió la puerta. Dejó las llaves, la bolsa de deporte y el abrigo. Cenó verdura hervida y huevo duro. Fue a la habitación.

Se encontraba en una sala oscura, el aire era denso y las luces de colores rompían con fuerza. Olía a feromonas, vapor y alcohol. Todos bailaban. Daban saltos al ritmo electrónico impuesto por un enorme hámster que dictaba el ritmo de la sala. La gente se amontonaba en todos los rincones de la estancia. Iban disfrazados con extraños tejidos y pinturas fluorescentes. Parecían animales salvajes celebrando la vida.

Pelayo se encontraba en mitad de todos ellos. Les observaba con atención. No era la primera vez que visitaba aquel lugar. Solía ser un sitio recurrente en sus noches. Allí, nadie conocía a nadie, aunque todos se habían visto antes. El objetivo de aquellas variopintas manadas era desconectar, airearse y divertirse ajenos al mundo real. Así disfrutaban de aquella noche eterna, sin normas ni apariencias que guardar.

De repente, un fuerte a olor a lejía inundó sus fosas nasales. Instintivamente, se dirigió al lugar donde creía que procedía aquel penetrante olor. Bajó unas escaleras de caracol. Estaban repletas de chicles pegados al pasamanos. Había numerosas cápsulas y envoltorios metálicos sobre los peldaños.

Al final de la escalera, más de cinco vueltas después, rodeado de miseria y ganas de viajar, Pelayo pudo ver cómo había restos de sangre en el suelo. Un fino reguero de color oscuro. Ignorando las danzas tribales de los desconocidos seres psicodélicos que bailaban a su alrededor, electrizados por los temas seleccionados por el roedor, siguió el rastro del líquido. Tras varios metros caminando y esforzándose por hacerse un hueco entre aquel submundo para avanzar.

El resplandor de una enorme puerta dorada le cegó. Era el objeto más brillante que había en la sala. El marco estaba decorado con flores de colores y en el centro de la puerta, colgaba un letrero donde podía leerse: Salón de la princesa. Giró el dorado pomo con forma de flor para abrirla. La sangre provenía de aquel lugar. No tenía ninguna duda.

Pelayo entró lentamente en la habitación. Observó el suelo en busca de alguna pista sobre el origen del sangriento camino. Pero no había ni rastro.

Sin embargo, las paredes, de color hueso estaban repletas de manchas. Agresivas manchas rojizas que parecían arañar aquellos muros en busca de una salida. Sobre el suelo, numerosos pétalos marchitos cubrían los fríos azulejos. Pelayo no conseguía dar con el origen de aquel desastre, de los restos que sádicamente decoraban el interior del Salón de la princesa.

Vio que en el suelo había un pequeño colgante. Era una sencilla A bañada en plata. Cogió el objeto para observarlo con mayor atención. Pasó su pulgar por la superficie de la joya, sintiendo todos y cada uno de las milimétricas muescas de la superficie del objeto. Tras el gesto, dejó el colgante de nuevo en el suelo.

Cuando irguió su figura para continuar con su búsqueda, notó cómo algo se movía detrás de él. Se giró. Un fuerte portazo trajo la oscuridad al salón. De repente, Pelayo escuchó un desagradable y agudo lamento. Era insoportable para sus oídos. Intentó aguantar el daño que le producía mientras apretaba los dientes y se cubría los oídos con las manos.

Unos segundos más tarde, el desgarrador sonido se transformó en un estridente pitido electrónico.

II

Abrió los ojos de golpe. El despertador emitía su desagradable y característico sonido. El corazón de Pelayo latía a gran velocidad. Apagó el despertador. Se duchó. Se vistió. Ropa interior,  camiseta, sudadera chinos y zapatillas. Tomó un zumo de limón. Cogió las llaves, la bolsa de deporte y el abrigo. Salió de casa. Caminó. Esperó al autobús. Se montó. Bajó  del vehículo. Recorrió el trayecto final hasta las oficinas centrales de la agencia. Fichó. Subió en ascensor. Llegó a su puesto de trabajo. Encendió el ordenador. Fue a la cafetería a por fruta y café. Leyó correos. Abrió hojas de cálculo, presentaciones y documentos de texto. Comenzó a elaborar una de las presentaciones pendientes. Asistió a una reunión. Continuó con las hojas de cálculo, presentaciones y documentos de texto. Contestó varios correos. Atendió unallamada. Remató diseños de presentaciones. Fue a otra reunión. Encargó comida por teléfono. Más café. Volvió a su puesto de trabajo. Recibió nuevos correos. Priorizó la actualización de bases de datos. Le encargaron dos presentaciones más. Reunión con clientes. Continuó con los diseños del nuevo proyecto. Cerró programas. Apagó el ordenador. Bajó en el ascensor. Fichó. Esperó al autobús. Bajó. Caminó hasta el gimnasio. Se cambió en el vestuario. Cardio, hombro y cardio de nuevo. Salió del gimnasio. Llegó al portal. Subió las escaleras. Abrió la puerta. Dejó las llaves, la bolsa de deporte y el abrigo. Cenó. Se tumbó en la cama. Cerró los ojos.

La noche era fría. Pelayo se encontraba en mitad de una avenida. Era una vía kilométrica. Su vista no llegaba a alcanzar el final de la misma. La iluminación iba disminuyendo a lo largo del camino. Las únicas luces procedían de los enormes carteles de marcas de moda, restaurantes y tecnología que decoraban las paredes de los edificios que le rodeaban. Después, el vacío.

Permaneció durante unos instantes inmóvil esperando recibir alguna señal, alguna indicación sobre hacia dónde dirigirse. Tras unos minutos observando a su alrededor, una joven vestida con un vestido blanco salió corriendo desde una de las calles perpendiculares a la avenida en dirección a la oscuridad. Pelayo comenzó a correr detrás de ella.

Cada vez estaba más cerca. Casi podía tocarla. El perfume que desprendía le encantaba, polvo de talco mezclado con un ligero aroma floral. Su larga melena rubia bailaba con el viento mientras huía de la zona iluminada. Antes de que llegase a perderse entre las sombras, Pelayo se paró y gritó para llamar la atención de la joven: «¡Espérame!».

La chica, haciendo caso omiso, continuó su camino rumbo a la zona más oscura de la avenida.

Segundos más tarde, Pelayo la había perdido de vista.

Justo antes de comenzar a caminar por aquel inquietante tramo de la calle, sacó su móvil del bolsillo y encendió la linterna. Comenzó a caminar lentamente inmerso en aquel inquietante escenario. La temperatura había descendido unos cuantos grados y, a su alrededor, el asfalto estaba cubierto de huesos, colillas y envoltorios de comida basura.

Según iba avanzando, cada vez se encontraba más cantidad de impedimentos para continuar su camino. Los restos se habían convertido en pequeños montículos y cada vez le costaba más atravesarlos. Tampoco había ni rastro de la chica del vestido blanco. La joven había sido capaz de correr lo suficiente para desaparecer de su vista.

Cuando ya había recorrido, aproximadamente, trescientos metros, inmerso en aquella tétrica avenida, sus piernas comenzaban a hundirse hasta las rodillas en aquella marea de deshechos. Tras dar un mal paso, Pelayo resbaló y cayó de boca, hundiéndose por completo entre los restos que cubrían el suelo. El contacto con toda aquella basura le produjo nauseas.

III

Abrió los ojos. Aún no había sonado el despertador. Fue al baño. Vomitó. Volvió a su habitación a apagar el despertador. Se duchó. Se frotó con fuerza todos los poros de su cuerpo. Se vistió. Ropa interior, polo, sudadera y zapatillas. Tomó un zumo de limón. Cogió las llaves, la bolsa de deporte y el abrigo. Salió de casa. Caminó durante unos minutos. Esperó al autobús. Se subió al vehículo. Bajó. Entró en la oficina. Fichó. Subió en ascensor. Llegó a su puesto de trabajo. Encendió su ordenador. Fue a la cafetería a por fruta y café. Leyó los mensajes de correo nuevos. Abrió bases de datos, presentaciones y documentos de texto. Acudió a una reunión. Continuó elaborando bases de datos, presentaciones y documentos de texto. Contestó varios correos. Atendió una videollamada. Remató presentaciones. Tuvo otra reunión. Se compró un sándwich de la máquina para comer. Tomó más café. Volvió a su puesto de trabajo. Leyó más correos. Se centró en los diseños de la nueva campaña. Asistió a otra reunión. Le encargaron una nueva presentación. Continuó confeccionando las preciadas bases de datos. Cerró los programas. Apagó el ordenador. Bajó en el ascensor. Fichó. Esperó al autobús. Bajó. Caminó hasta el gimnasio. Se cambió en el vestuario. Cardio, pecho, bíceps y cardio de nuevo. Salió del gimnasio. Llegó al portal. Subió las escaleras. Abrió la puerta. Dejó las llaves, la bolsa de deporte y el abrigo. Picó algo. Fue a su dormitorio. Se tumbó sobre la cama. Cerró los ojos.

Un fuerte olor a lejía se apoderó de la oscuridad. Cuando Pelayo abrió los ojos, se encontró en una habitación blanca, fría, sin vida. En el centro, una joven descansaba sobre una camilla. Tan solo era un perfil, una fina silueta de lo que un día fue. El color de su piel se había tornado grisáceo y una fina capa de vello cubría sus brazos.

Unas mujeres vestidas con telas vaporosas de colores colocaban flores a su alrededor. Sonreían y bailaban en torno a la joven. Al acabar, anunciaron a Pelayo un mensaje: «La princesa Antía ya está lista para partir».

Lentamente, Pelayo se acercó a ella. La extrema delgadez de la joven había ahondado sus facciones hasta límites incompatibles con la vida. Cuando estuvo junto a la cama sobre la que descansaba el cuerpo inerte de la chica, cogió una de sus manos, aquellas finas garras en las que habían mutado sus extremidades. Observó cómo continuaba llevando la alianza. El sencillo anillo de oro que le había regalado junto al mar. Lugar que quisieron que fuera testigo de sus ganas de vivir. Juntos.

«Por qué me has abandonado…», susurró observando las hondas cuencas de los ojos de la inmóvil chica, sin dejar de sostener su mano. Sin pensarlo dos veces, Pelayo se inclinó sobre los restos mortales de Antía y le dio un cariñoso beso en los labios. Tras el gesto, las flores que, coquetamente habían colocado aquellas extrañas mujeres, comenzaron a marchitarse, cambiando sus animados colores por otros tonos sin rastro de vida.

Pelayo aún seguía unido a Antía cuando el cuerpo de la joven se deshizo. Ahora, un montón de polvo cubría la camilla sobre la que descansaba unos minutos atrás. Pelayo rompió a llorar.

IV

Al despertarse, una débiles lágrimas recorrían su rostro. Apagó la alarma. Se duchó. Se puso la ropa interior, camisa, vaqueros y zapatillas. Tomó un zumo de limón. Cogió las llaves y una cazadora. Salió de casa. Caminó. Esperó al autobús. Se subió. Bajó del vehículo. Recorrió el trayecto final hasta las oficinas centrales de la Agencia. Fichó. Subió en ascensor. Llegó a su puesto de trabajo. Encendió el ordenador. Fue a la cafetería a por fruta y café. Abrió el correo. Leyó los mensajes nuevos. Abrió la última presentación en la que trabajaba. Fue a una reunión. Continuar elaborando nuevas bases de datos, presentaciones y documentos de texto. Contestó correos. Remató la nueva presentación. Envió un par de correos. Asistió a una reunión. Comió una ensalada. Más café. Volvió a su puesto de trabajo. Leyó los nuevos correos que había recibido. Continuó elaborando diseños de otro de sus proyectos. Preparó dos nuevas presentaciones. Atendió una llamada. Continuó elaborando las bases de datos. Cerró todos los programas. Apagó el ordenador. Bajó en el ascensor. Fichó. Esperó al autobús. Bajó. Caminó hasta su edificio. Llegó al portal. Subió las escaleras. Abrió la puerta. Dejó las llaves y la cazadora. Se tumbó sobre la cama. Lentamente, sus párpados le invitaron a viajar a otro mundo.

Conocía perfectamente aquel lugar. Era la playa donde Antía y él juraron estar juntos para siempre. El perfume del paisaje era único. Una dulce mezcla entre lo mejor de la tierra y el mar.

         Miró a su alrededor. Estaba completamente solo en aquel lugar. No había ni rastro de nadie más en aquella bonita estampa. Se tumbó sobre la arena y respiró hondo.

Mientras descansaba en la playa, una joven emergió de las aguas. Caminaba lentamente con su cuerpo desnudo hacia él. Pelayo se incorporó y la observó detenidamente. Era Antía.

Se levantó y se acercó lentamente a la orilla. Tenía miedo de espantarla, pero no quería dejar pasar la oportunidad de hablar con ella. Al salir del mar, Antía permaneció inmóvil observándole con una sonrisa en los labios. Estaba incluso más guapa de lo que él recordaba.

—Hola…

La joven continuaba mirándole sin decir una palabra. Pelayo, volvió a insistir y la saludó de nuevo.

—¿Por qué estás tan triste? —preguntó la joven tras el segundo de los saludos.

Pelayo no sabía por dónde empezar.

—Antía, yo…—comenzó a decir—. ¿Estoy soñando, verdad?

—¿Por qué dices eso?

—Antía…tú estás muerta.

—Pelayo, estoy aquí. —Cogió delicadamente una de las manos de Pelayo y la puso sobre su mejilla. Pelayo notó como se le aceleraba el corazón. Incapaz de contenerse, dio un apasionado beso a la joven.

—Te he echado tanto de menos…—confesó al separarse de ella. Antía volvió su rostro hacia el mar. Pelayo la miró extrañado. No comprendía su reacción. 

—Este no es tu mundo. Tienes que dejar de buscarme… —argumentó ella mientras veía cómo el sol y las olas comenzaban a fundirse. 

—No soy capaz de seguir si no es contigo —interrumpió él—. Me siento demasiado culpable por lo que pasó…—Antía se giró de nuevo y miró a Pelayo a los ojos. El acuoso brillo de su mirada reflejaba el dolor que le producía recordar—. Si hubiera estado más pendiente, si te hubiera cuidado más…¡Joder!— exclamó entre sollozos—. Todo hubiera sido diferente.

—Pelayo, estoy viva, más de lo que lo estuve nunca, ¿No me ves? Y esto es gracias a ti, a tus recuerdos. Pero no puedes soñar conmigo eternamente.

—No quiero hacerlo de otra manera, no puedo. —Unas finas lágrimas comenzaron a recorrer el rostro del joven.

Antía cubrió los labios de Pelayo con uno de sus dedos y se acercó lentamente a él.

—Vive, Pelayo…—le susurró Antía al oído. Tras estas palabras, le dio un cariñoso beso en la mejilla.

Al despertar, Pelayo sentía aún el roce de los labios de Antía sobre su piel; el olor a flores que desprendía, y el pulso acelerado de su corazón.

Aún no había sonado el despertador.

Se preparó para ir a trabajar. Después de ducharse y cubierto tan solo con una toalla se miró en el espejo del baño. Como si de un ritual se tratase, se prometió que, desde aquel día, comenzaría una nueva vida. Ya no se refugiaría en sus sueños; dormir no sería una vía de escape.

Había sido así durante meses, cada vez que el mundo real le invitaba a ser su compañero de viaje, en su interior, unas ganas locas de dejar todo atrás le invadían. Nada tenía sentido si no era compartido con ella. 

En el mundo que había creado, las diferentes experiencias llegaban a él enmarcadas en escenarios aleatorios donde el dolor y el amor convivían a partes iguales. Juntos, todos ellos, daban sentido a su ausencia y le alentaban a continuar con su objetivo: encontrarse con Antía. Sin embargo, había llegado el momento de comenzar una nueva vida. Seguir un nuevo rumbo. Disfrutar de la realidad que le rodeaba. Intentar ser feliz y, sobretodo, vivir. Sabía que no sería fácil, pero tenía que hacerlo por ella.

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