Relatos

La estantería

Había llegado el momento. Después de vaciar las cajas de la mudanza y, por supuesto, colocar todo en su sitio, por fin podría compartir con su familia y amigos una historia del nuevo capítulo de su vida. Dispuesto a grabar, por primera vez, imágenes de su piso, sacó el teléfono del bolsillo. Antes de inmortalizar la escena, repasó que todo estuviese perfecto —eso sí, con mucha naturalidad, como si fuese cosa de azar—: una botella de vino perdida en la moderna cocina americana; los cuadros del salón imperfectamente alineados; la enorme televisión reproduciendo su serie favorita; una chaqueta abandonada sobre el respaldo del sillón… y la estantería. Se paró unos segundos en ella. Algo fallaba; no le convencía. La veía demasiado vacía, sin personalidad. Tras darle un par de vueltas, pensó que algunos libros, puestos al azar, darían al mueble un aire intelectual. Además, no tendría por qué esperar para solucionar el problema. Aún era pronto y las tiendas estaban abiertas.

La necesidad de acabar con aquel vacío le llevó hasta la librería Rosales. No iba a dedicarle mucho tiempo a la compra. Le bastaba con encontrar un par de libros «decentes». Al entrar, se quedó unos segundos sin saber muy bien qué hacer. Cada vez que visitaba una librería —cosa que no ocurría muy a menudo— le pasaba lo mismo. Rodeado de libros ordenados en estanterías que clasificaban a los clientes de la tienda, se sentía indeciso, sin saber donde colocarse.

Como a la mayoría, los libros le habían acompañado durante toda su vida. Sin embargo, el nunca les dejó formar parte de ella. Desde pequeño, había considerado la lectura como una tarea impuesta, primero por el colegio, y más tarde por la universidad. Nunca se había parado a elegir, a buscar la historia que necesitaba. Y, ahora, su relación con la lectura se limitaba a ver libros siendo acariciados por manos perfectamente cuidadas o acompañando a un par de piernas morenas un día de playa.

Huyendo de la clasificación de las estanterías, decidió buscar entre las novedades. Había libros de todo tipo. Pero ninguno llamó su atención. Les faltaba algo. Para su gusto, eran «demasiado recientes». Después se acercó a la mesa donde estaban los superventas. «Si son los más vendidos, por algo será», pensó. Las portadas de estos libros eran, en la mayoría de los casos, pequeñas obras de arte. Los nombres de los autores estaban escritos con unas letras grandes, muy vistosas, y todos ellos estaban respaldados por grandes sellos editoriales. Estaba claro que eran libros con estrella. Pero, ¿serían lo suficientemente buenos para ocupar su estantería? Móvil en mano, decidió comprobarlo. Así, fue introduciendo, uno a uno, en el navegador de su teléfono, el nombre de los libros. Quería saber un poco más de ellos: opiniones de los clientes, posicionamiento en las listas de ventas de diferentes portales web, biografía de sus autores…

Al terminar su investigación, escogió los tres que, siguiendo el criterio de la comunidades virtual, eran mejores. Sabía que no se los iba leer, pero le gustaba comprar bien. Orgulloso de su elección, fue hasta la caja con ellos. Detrás del mostrador, le esperaba la dependienta —que debía tener más o menos su edad— vestida con un delantal de color oscuro. Parecía ocupada tecleando algo en el ordenador. Para llamar su atención, puso los libros sobre el mostrador. En ese momento, consciente de su presencia, ella levantó la vista.

—Hola, quería estos tres —le dijo.

—Mmm… ¿Seguro?

—Sí.

—Este igual te entretiene —añadió, cogiendo uno de los libros—, pero estos dos no son para ti.

—¿Perdón?

—Que no son para ti.

—Ya, ya te he oído… Pero no he entendido muy bien por qué has dicho eso.

—Porque no son para ti.  

—Mira, tengo un poco de prisa. Si no te importa, ¿me puede decir cuánto te debo por los tres?

—¿Ves esa estantería de ahí? —preguntó mientras la señalaba con el dedo—. En la tercera balda, hay un par de libros preciosos, con una edición muy cuidada. Son así gordotes y sus ilustraciones, pura fantasía. Son muy vistosos…

—Gracias, está bien saberlo. ¿Me cobras?

—Pero si quieres parecer leído… en esa otra estantería tienes grandes clásicos que, seguramente, habrás tenido que leer en el colegio o la universidad. Pero bueno, son muy lucidos. Además, en internet hay muy buenos resúmenes. Y en esa otra de allí, la del fondo, esos…

—Vale, lo pillo: no te gusta mi selección, muy bien, pero cóbrame.  

—El problema es que no te gusta a ti.

—¿Cómo?

—Llevo tiempo trabajando aquí. Sé cuando un cliente compra por comprar.

—Yo no estoy comprando por comprar.

—Mira, desde que has entrado en la tienda, no te he visto, en ningún momento, buscar entre las estanterías el libro que te está llamando.

—¿El libro que me está llamando? Creo que…

—¿Por qué no me dejas ayudarte? —preguntó la dependienta, antes de salir del mostrador—. Vamos a ver… —Comenzó a dar vueltas por la librería. Se acercaba pensativa a las estanterías y, antes de decantarse por algún libro, volvía a situarse de nuevo en el centro de la sala para cambiar de rumbo. Finalmente, cogió uno y se lo llevó a su cliente.

—Este, este es el tuyo —dijo ella, golpeando con el dedo índice la cubierta, antes de ofrecérselo.

—Pero esto… esto es un libro para chavales —respondió él, tras observar la portada.

—Sí, pero es este. Este es tu libro — aclaró mientras se lo entregaba.

—No sé yo si es…

—No te voy a mentir: voy a ganar lo mismo te lleves este, los otros o la librería entera. Eso es así. Solo quiero echarte una mano. —Él seguía mirando el libro. No parecía demasiado convencido—. Creo que para aficionarte a la lectura deberías dejarte llevar un poco más y olvidarte de las etiquetas. Entre tú y yo —empezó a decir, mirándole fijamente a los ojos —: no sirven para nada. Además, este libro, más allá de los prejuicios que puedas tener por la estantería donde estaba, te va a encantar. Te lo prometo.

—Venga, me fiaré de ti. Me lo llevo.

La dependienta, satisfecha de su trabajo, volvió a situarse tras el mostrador para cobrarle.

—¿Te pongo los otros tres también?

—¿No me has dicho que…?

—Sí, pero aún así puedes usarlos para decorar la estantería.

—¿Cómo?

—Nada, nada. Cosas mías.

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