A por las curvas

—¡Hola, ya estoy en casa! —anunció Lucas mientras dejaba las llaves en la cómoda ubicada en el recibidor de la vivienda.
Nadie respondió a su saludo. Al oír el televisor, se dirigió al cuarto de estar para ver quien estaba viendo la pantalla. Allí, encontró a su padre que dormía profundamente sentado en un sillón orejero. En la mesa, había restos de comida china y unas cuantas latas de cerveza. Seguramente, su madre se habría retirado al dormitorio horas atrás. Apagó el televisor y recogió las latas y los restos de comida esparcidos por la mesa. Cuando acabó la tarea, se dirigió a su habitación. Dormía junto a su hermano pequeño, Guillermo, en un estrecho cuarto cuya única ventana daba a un oscuro patio interior. Al entrar en la habitación, observó cómo éste dormía plácidamente. Se acercó a él y le dio un beso en la coronilla. «Buenas noches, campeón», le dijo.
Tras quitarse el sudado uniforme de trabajo, se deshizo de la colcha que envolvía la cama. Se tumbó sobre el rígido colchón y cubrió su cuerpo con el edredón. Encendió la radio que tenía sobre la mesilla de noche y bajó el volumen para no despertar a su hermano. Día tras día, aquel era su modesto ritual para intentar dormir y ponerse al día de lo que pasaba en el mundo. Lucas siempre había tenido dificultades para conciliar el sueño y, con los años, ese trastorno se había agravado. Cuando por fin acaba su día y dejaba descansar su cuerpo sobre la cama, su cabeza se activaba. Analizaba su vida y daba mil y una vueltas a todo. Nunca conseguía encontrar una solución realista a sus problemas ni tampoco dormir a pierna suelta. Su destino se presentaba como una triste y costumbrista historia sobre la que no quería seguir leyendo.
Lucas trabajaba como ayudante de cocina en un restaurante del polígono industrial ubicado a las afueras de la ciudad. El local tenía gran afluencia de público y eran muchos los transportistas y trabajadores de la zona que lo visitaban. Las intensas horas de trabajo se dividían entre la preparación de los baratos platos combinados que servían y la limpieza de los espacios y utensilios empleados para elaborar las calóricas comidas.
Desde que acabó sus estudios elementales, había encadenado un trabajo tras otro. Generalmente, sus oficinas eran almacenes o cocinas sin sillas ni mesas donde acomodarse. Estaba acostumbrado a no ver la luz del sol durante las largas jornadas laborales a las que hacía frente. No había podido permitirse estudiar pues su madre, de baja por incapacidad, apenas aportaba dinero a la economía familiar y su padre estaba en paro desde hacía años. La vida le había hecho madurar a golpes. Tuvo que asumir que estudiar no sería una tarea reservada para alguien como él mientras su familia necesitase un sueldo más para pagar las facturas.
Las perspectivas de futuro del joven no eran demasiado halagüeñas y ni siquiera la vida familiar ayudaba a subir los ánimos. Tan solo su hermano pequeño le alegraba los días. Guillermo había admirado a Lucas desde pequeño y valoraba el esfuerzo que hacía por sacarles a flote. Siempre lo había considerado un héroe. Sin embargo, en el ámbito profesional las aspiraciones de Guillermo superaban a las que su hermano se hubiera podido permitir con su edad. Soñaba con ser médico, pero no uno cualquiera, sino de los que se ocupan de tratar a los deportistas de élite.
Lucas confiaba en que su hermano conseguiría lo que se propusiese, era un chico muy inteligente. Durante años, había reflejado en sus excelentes resultados académicos el gran potencial que poseía para el estudio. Además, Lucas haría todo lo que estuviese en su mano para que las cosas le fuesen mejor que a él.
El día siguiente, como de costumbre, todos menos su hermano permanecieron en casa, una jornada más, esperando a que llegase su hora, mientras Lucas trabajaba entre las mugrientas paredes de azulejo blanco de la cocina del restaurante.
Antes de ayudar a preparar las comidas, tenía que organizar la estancia. Esta misión la había adquirido cuando había mostrado interés en ganar más dinero. «Si quieres que te aumente el sueldo, ya sabes, puedes entrar antes a trabajar y organizar la cocina», le propuso su jefe. Lucas aceptó. El dinero les hacía falta en casa y ampliar la jornada laboral era la excusa perfecta para pasar menos tiempo con los suyos. Quería a su familia pero la situación le superaba. Su madre se pasaba los días tumbada incapaz de levantarse; su padre apenas se movía del salón y dejaba pasar las horas observando indiferente la misma cadena de televisión, día tras día.
Después del servicio de comidas de mediodía, mientras preparaba junto al resto del equipo la cocina para el siguiente turno, Lucas se enteró de que el dueño del local estaba pensando en trasladar el negocio a la capital.
—Le he oído hablando por teléfono y creo que quiere abrir un nuevo restaurante en Madrid —informó uno de los trabajadores—. No entendí muy bien si cerraría este o piensa apostar por los dos negocios. Ahí ya me pilláis.
—Creo que voy a hablar con él. A mí me interesaría trasladarme a Madrid —contestó Lucas—. Así, mi hermano tendría más oportunidades de estudiar Medicina —Mientras hablaba, Lucas imaginaba el abanico de posibilidades que les ofrecería, a Guillermo y a él, una nueva vida en la capital.
—Ya sabes, si le ves de buen humor propónselo. Si no, déjalo para otro día —apuntó otro compañero mientras frotaba con tesón un plato de la vajilla en la pila.
Aquella misma tarde Lucas habló con su jefe. Tal y como había previsto su compañero, tenía intención de trasladar su negocio a la capital. Lucas le mostró su interés en ir con él a Madrid y trabajar en el nuevo negocio. «De acuerdo, chico. En tres meses abriremos el local. Mientras tanto cuento contigo como siempre y espero que vayas organizando la mudanza».
Esa noche, Lucas, ilusionado con el nuevo proyecto, informó a su padre de sus intenciones. Creía que su familia le apoyaría en aquella decisión. Trasladarse a una ciudad más grande donde ganaría más dinero y, posiblemente, crecería profesionalmente era una gran oportunidad. Sin embargo, la reacción de su padre no fue la que él esperaba.
—Lucas, ¿te crees que ésta es la gran oportunidad de tu vida? —preguntó—. Ya tienes una edad, a ver si empiezas a darte cuenta de que ese aprovechado solo quiere seguir explotándote en su nuevo negocio. Nunca vas a salir de esa concina, mentalízate.
—Papá, creo que si me marcho a Madrid podré pasaros más dinero, pagar los estudios de Guille e incluso encontrar un trabajo para ti.
—¡Déjate de cuentos! Es que te engañan con cualquier promesa tonta. Eres un ingenuo —espetó su padre mientras miraba fijamente el televisor.
—Bueno, voy a intentarlo al menos. No pienso quedarme aquí siempre viendo la vida pasar y siendo un infeliz como tú —respondió Lucas frunciendo el ceño.
—Haz lo que te dé la gana. —Su padre no tenía ningún interés en enfrentarse a él—. Siempre lo has hecho. Pero recuerda que ese negrero no va a dejarte salir nunca de su local. No lo olvides.
—Ya veremos. Por cierto —Tragó saliva—, Guille se viene conmigo —informó a su padre con seriedad.
Lanzó aquel improvisado órdago sin saber cómo reaccionaría su progenitor. No quería que su hermano siguiese viviendo en aquel deprimente hogar. Así no. Nadie iba a frustrar sus sueños e ilusiones. Sería médico y Lucas haría todo lo que estuviese en sus manos para ayudarle a conseguirlo.
—Tú mismo. Ya volveréis. ¿Dónde van a ir dos inconscientes como vosotros? No tenéis ni idea de cómo funciona la vida. Eso sí, espero que este desplante a tu padre lo compenses enviando alguna ayuda económica. ¡Es lo mínimo! —dijo antes de dar un sorbo a la cerveza que tenía sobre la mesa.
Después de informar a su padre, Lucas habló con Guillermo. Le propuso que fuese con él a Madrid. Lucas prometió a su hermano que él se encargaría de todas las gestiones: buscaría un instituto donde pudiese terminar los estudios y, después, le ayudaría a pagar los costes de la universidad.
—Lucas, claro que voy contigo —contestó convencido.
—Mañana debes hablar en el instituto con tus profesores y comentar que el curso que viene ya no seguirás en el centro. En un mes y medio nos iremos a Madrid. Allí tendremos algo de tiempo antes de que abra el local para buscarte un nuevo colegio. Tú tranquilo, todo va a salir bien, ¿vale?
—Vale. Como me dices siempre: «a por las curvas» —respondió su hermano sonriendo.
—Eso es, juntos a por las curvas. —Lucas abrazó a su hermano pequeño.

Semanas más tarde, al llegar a Madrid, la adaptación a la nueva ciudad fue más difícil de lo que Lucas había pensado. Los primeros días trascurrieron entre visitas a viejas viviendas de extrarradio, donde ofrecían habitaciones en alquiler para dos, e institutos donde matricular a Guillermo. Después de dos semanas sin descanso, consiguió ambos.
Su nuevo hogar sería una habitación con dos camas, sin apenas espacio entre ellas para poder vivir, no muy distinta al cuarto de su residencia familiar. Estaba cerca del centro donde estudiaría Guillermo, requisito fundamental para Lucas, que no quería que su hermano tuviese que recorrer la ciudad de un lado a otro para ir a clase.
Durante las primeras semanas en la capital, la máxima preocupación de Lucas era que Guillermo se adaptase lo mejor posible al cambio. Él intentó poner todo de su parte para ello.
Sin embargo, el ritmo de trabajo del nuevo local era frenético. Lucas no estaba acostumbrado a aquel volumen de clientes. Y los largos viajes en metro tras las jornadas de once horas eran la guinda del pastel. Era frecuente que Lucas llegase a casa cuando Guillermo estaba ya dormido. Al entrar en su habitación, solía encontrarse a su hermano descansando plácidamente sobre la cama. En esos momentos, se alegraba de que Guillermo fuera tan responsable. Nadie le tenía que recordar sus deberes y obligaciones. Aun así, a Lucas le preocupaba que su hermano pasase demasiadas horas solo. Había experimentado un gran cambio, estaba lejos del resto de su familia y sólo contaba con él en aquella gran ciudad.
Una noche, al salir de la boca de metro más cercana a su casa, Lucas se encontró con Guillermo. Estaba con unos chicos del barrio bebiendo cerveza y fumando en un pequeño parque próximo al edificio donde vivían. Lucas se quedó mirando fijamente al grupo de adolescentes.
—¡Guillermo! —gritó. Su hermano se acercó a él dando tumbos —. ¿Qué cojones estás haciendo? Son más de las once y mañana tienes clase.
—Hola hermanito… —Hipó. Tenía los ojos rojos y las pupilas dilatadas—. Estábamos hablando de cosas del instituto —contestó entre risas.
—Venga, vámonos. —Lucas agarró a su hermano del brazo con la intención de llevarlo a casa.
—¡No me toques! —gritó Guillermo —. Yo me quedo aquí con mis colegas. Tengo dieciséis años. —Hipó—. A mi edad tú ya trabajabas y hacías lo que te daba la gana.
—Venga, Guille, tú no eres así… —Lucas, consciente del estado de embriaguez de su hermano, intentaba calmarlo.
—¿Qué sabes tú sobre cómo soy? Siempre dices que te preocupas por mí, que esta es una gran oportunidad para mi futuro… ¡Y una mierda! —Volvió a hipar—. Desde que llegamos a Madrid, apenas hemos pasado tiempo juntos. Estás todo el día trabajando. —Hipó de nuevo —.Y no tienes ni idea, ni puta idea, de lo mal que lo estoy pasando. He suspendido mi primer examen del instituto, no me llevo bien con mis compañeros y me paso las tardes solo en casa.
—Guille…
—No, Lucas. Déjame —contestó antes de dirigirse de nuevo al callejón junto a sus amigos. Uno de los jóvenes le cedió un cigarrillo. Guillermo lo encendió y le dio una calada mientras dedicaba una desafiante mirada a su hermano. Lucas mantuvo el contacto visual con Guillermo unos segundos y después, sin añadir una palabra, se fue a casa.
La mañana siguiente, antes de abandonar el pequeño dormitorio, observó cómo Guillermo dormía a pierna suelta. Ni siquiera se había molestado en desvestirse. A Lucas no le sorprendió el fuerte olor que desprendía. Abrió la ventana que daba al patio de luces del edificio y se marchó.
Sentía una mezcla de emociones en su interior. La rabia recorría cada terminación nerviosa de su cuerpo. Le dolía que Guillermo no fuera feliz y, más aún, que le culpase de la difícil adaptación que estaba experimentando. Ser consciente de la realidad que vivía su hermano en Madrid produjo en Lucas un profundo sentimiento de culpabilidad. Antes de abandonar su casa en busca de una vida mejor, le había prometido a Guillermo que afrontarían juntos las curvas y no estaba cumpliendo con su palabra.
Pasó todo el día en la cocina del restaurante. Los clientes escasearon, por lo que Lucas tuvo demasiado tiempo libre para recordar una y otra vez el suceso del día anterior. Generalmente, el ritmo frenético de los servicios le había ayudado a desconectar de sus problemas, pero esta vez fue al contrario. Entre platos sucios y olor a aceite recalentado, fueron pasando las horas en aquella cocina mientras Lucas seguía fustigándose.
Al acabar su turno, recogió junto al resto de compañeros la estancia. Se quitó el delantal y la rejilla del pelo y fue a tirar la basura. Al salir, vio que su hermano le esperaba junto a los cubos.
—Hola.
—¿Qué haces aquí? —preguntó. Era tarde y su hermano debería estar descansando, al día siguiente tenía clase.
—Quería hablar contigo sobre lo que pasó ayer. —Guillermo hablaba mirando al suelo. Desde pequeño, mostraba así su arrepentimiento.
—Guille, no hace falta que hablemos de eso ahora. Anda, vamos a casa a descansar. Mañana hay clase. —Lucas se acercó a su hermano y le tocó cariñosamente la espalda.
—No, Lucas. —Alzó la vista y mostró sus ojos vidriosos—. Siento mucho lo que pasó ayer. Sabes que yo no soy así, pero es que te echo de menos —argumentó entre sollozos—. Sé todo lo que te estás esforzando por mí, para que pueda estudiar y cumpla mis sueños. Pero no te haces una idea de lo difícil que me está resultando adaptarme a esta situación.
—Tranquilo, cabezón, ven aquí. —Lucas abrazó a su hermano—. Para mí esto tampoco está siendo fácil, ¿sabes? Pero sé que lo vamos a conseguir. A por las curvas, ¿recuerdas? —Guillermo sonrió—. Así que tenemos que ser fuertes y me tienes que demostrar que puedes con esto y mucho más, ¿vale? —su hermano asintió.
—Te quiero, Lucas. Por favor, nunca salgas del puzle de mi vida. Sin tu pieza nada tendría sentido.
Después de aquel episodio, la situación de los dos hermanos mejoró. Contra los pronósticos de su padre, Lucas consiguió un trabajo fuera de la cocina. Su nuevo empleo como dependiente de unos grandes almacenes, permitía al joven pasar más tiempo con su hermano, algo que se había convertido en una de sus prioridades. Aunque no podían gastar mucho dinero, sabían cómo disfrutar de sus ratos libres. Paseaban por la ciudad e intentaban aprovechar las ofertas y planes gratuitos que les ofrecía la capital.
Con esfuerzo y constancia, fueron superando las curvas que iban encontrándose en el camino. Guillermo fue el mejor de su promoción en el instituto y consiguió matricularse en Medicina en una de las universidades más prestigiosas del país. El día que recibió la noticia, Lucas no cabía en sí de gozo. Sus sueños empezaban a cumplirse. Gracias al excelente expediente académico de Guillermo, recibieron varias ayudas económicas que les permitieron vivir de una manera más holgada.
Tras años de esfuerzo, noches en vela, y muchas pruebas que superar, Guillermo se graduaba con honores en Medicina. Aquel día, Lucas, que ya superaba la treintena, estaba esperando entre el público a que llegase el momento en el que su hermano recibiese las condecoraciones propias del acto. Había llegado con tiempo, pues quería disfrutar de la celebración desde un lugar privilegiado. No podía creerlo, por fin habían llegado a la meta, tras recorrer aquel largo camino, que no había sido nada fácil para ninguno de los dos. Sin embargo, allí estaba, tal y como había imaginado tantas veces, esperando a ver como su hermano pequeño se graduaba en Medicina. Cuando le impusieron la banda amarilla propia de su titulación, Guillermo, desde el escenario, buscó con la mirada a Lucas en el patio de butacas y le dedicó una sonrisa cómplice.
