Appareo [1.0]

Llegaba un punto, generalmente entre los veinte y los treinta años, en el que la gente desaparecía. Bueno, más bien era la época en la que, de manera generalizada, surgía la urgente necesidad de encontrar a alguien capaz de soportarnos de por vida. Aunque el nivel de exigencia solía bajar con los años, el tiempo lo era todo. Y nadie quería estar solo pasados los treinta; por si se le caía el pelo, engordaba o perdía seguidores.
Debo reconocer que nunca fui de los que tuvo prisa por emparejarse y buscar a la persona adecuada con quien compartir mi vida. ¡Qué le vamos a hacer! Debía estar loco por hacer reservas para uno, trabajar desde casa y dedicar los ratos libres a mis aficiones. Todo ello, sin contar con más permisos que mi propia voluntad.
Estaba claro que la vida en pareja provocaba un cambio en la gente. No sabía si, al comenzar el noviazgo, se hacía aquello que nunca te había apetecido cuando eras soltero por gusto, miedo al abandono o entrega a la otra persona. Era una gran incógnita para mí, pero ya había llegado a un punto en el que me daba bastante igual la respuesta. En mi opinión, en demasiadas ocasiones los actos demostraban lo que las palabras no dejaban tan claro.
Sin embargo, reconozco que estaba un poco cansado de ver fotos en redes sociales de viajes, cenas, monólogos, espectáculos de magia y musicales donde las parejas acudían para ¿sentirse más pareja quizás? No lo tenía del todo claro. Aquellas publicaciones me hacían reflexionar. Si tan felices eran, ¿por qué necesitaban mi aprobación para continuar con su aventura?
Las nuevas tecnologías no solo permitían regalarle a los servidores tus fotos en pareja, también habían creado una nueva forma de ligar: a través de las aplicaciones. Las feromonas, las miradas coquetas y los flirteos habían dado paso a complejos algoritmos que pretendían facilitarnos el trabajo a la hora de encontrar a nuestra alma gemela. Pues, ¿quién iba a dirigirse, cara a cara, a aquella persona que le atraía en un bar o incluso en su oficina, si con un leve movimiento de tu dedo podías ofrecerte, interactuar y descartar candidaturas? Era curioso, la mayoría tenía tiempo para comer, dormir y trabajar pero, ¿dedicarle cinco minutos a una persona desconocida un viernes por la noche? ¿Seguir un cruce de miradas en el metro? ¡Qué locura! Ni que la vida fuera una película…
Aunque no estaba muy convencido de la utilidad de aquellas aplicaciones, no me libré de formar parte de una de las mayores canteras de solteros del planeta. Todo comenzó en una boda. Rodeado de mis mejores amigos y sus parejas —apiadados de mí como el miembro impar del grupo—, una broma llevó a otra y cuando llevábamos varias copas de vino encima, sin ser demasiado consciente de ello, me convertí en usuario de Appareo: «la mejor aplicación para ligar», según mi amigo Tino. Sin contar con mi opinión, a los mandos de mi teléfono, mis amigos gestionaron la candidatura, completando el perfil en comunidad. Para la descripción, inspirados por el alcohol, propusieron varias frases ingeniosas o, al menos, lo intentaron. Finalmente, escribieron: «Que se quede en el olvido la palabra dignidad». Para mi gusto, un irónico filtro que, posiblemente, jugaría en mi contra. También añadieron imágenes de la galería de mi teléfono al perfil. La seleccionada como principal era una foto de cara donde aparecía sonriendo, sin afeitar y despeinado por del viento. Añadieron otra más de cuerpo entero, muy normal, con un paisaje rural de fondo —nunca había sido muy de hacerme fotos solo, pero cuando vas de excursión sin compañía, a veces, te apetece inmortalizar el momento—.
Tras completar el perfil, mientras nos aprovisionábamos de cara al baile, apareció la primera interesada. Resultó ser una chica de veinticinco años llamada Andrea. Había respondido a uno de los muchos «me gusta» enviados por mis amigos a discreción. Al mostrar interés mutuo, la aplicación nos permitió entablar una conversación privada. «Venga, Pablito, a por ella. ¡Hoy follas fijo!», dijo Tino, antes de devolverme el móvil. Andrea era guapa de cara pero, para mi gusto, salía excesivamente maquillada en las fotos. Lo más llamativo, la gruesa raya negra que atravesaba sus sienes. En las fotos parecía que tenía buen cuerpo y, aunque no me convencía demasiado su estilo, tampoco iba a ponerme yo superficial. Al leer su descripción, me pareció diferente al resto de chicas de mi entorno. Eso fue un plus. Tras el análisis, le escribí un mensaje. Contestó enseguida, haciendo un guiño a la frase de mi perfil —al menos, tenía sentido del humor y pilló la broma—. El resto de la noche alterné entre los mensajes a Andrea y los bailes con mis amigos. No follé. Pero tampoco iba con esa intención.

Nuestra conversación sobrevivió a la boda. No tardamos en darnos los teléfonos para continuar escribiéndonos fuera de la aplicación. Me parecía una chica muy entretenida. Me comentó que trabajaba en una biblioteca y que no era de la ciudad, aunque llevaba ya varios años buscándose la vida por aquí. Siempre tenía algo que decir y, un par de veces, me pareció un poco fantasiosa, pero no lo vi mal de primeras.
Fui yo quien dio el primer paso a la hora de proponer conocernos en persona. No quería perder demasiado el tiempo teniendo una amiga virtual. Necesitaba saber si aquella conexión que teníamos era real. Y, para eso, era imprescindible vernos. Tras proponerle una cita, no tardó en aceptar. En todo momento, tomé yo las riendas de la situación y la arrastré hasta una cafetería ubicada cerca de mi piso. Era la primera vez que hacía algo así, no estaba para aventuras. Necesitaba sentirme cómodo, y en aquel lugar me sentía como en casa. A menudo, entre entrega y entrega, solía bajar allí a tomar un café, una cerveza o lo que el cuerpo me pidiese. El personal era muy agradable. En especial, una de las camareras. Tendría unos veintipocos y era maja a rabiar. Sabía cómo hacerme sentir especial cuando, acompañado únicamente de mi portátil, iba a despejarme de los cuarenta metros cuadrados donde vivía.
Llegué a la cita con diez minutos de antelación. Escogí una de las mesas y me senté a esperar. Andrea llegó a la hora fijada. No se retrasó ni un minuto. Ese detalle me gustó mucho. Torpemente, nos dimos dos besos antes de sentarnos uno frente al otro. Durante un buen rato, estuvimos observándonos con mucha atención. No sabría describir muy bien la sensación que me produjo someterme a examen, pero fue curiosa.
El bar no estaba demasiado lleno. No tardaron nada en atendernos. Andrea pidió un refresco y yo, un café con leche. Un par de minutos más tarde, la camarera trajo nuestras consumiciones. Tan simpática como siempre, dejó el café en mi lado de la mesa y añadió: «Aquí tienes». Le agradecí el servicio dedicándole una sonrisa. Cuando se alejó de nuestra mesa pude observar como la espuma dibujaba un coqueto corazón sobre la superficie. «¿Será esto un buen augurio?», me pregunté.
Tras charlar sin parar durante casi una hora, Andrea decidió hacer saltar todo por los aires:
—Lo noté en cuanto hablé contigo, Pablo… Eres un ser de luz.
—¿Perdona? —Yo no tenía ni idea de qué coño era «un ser de luz», pero empezaba a preocuparme por la salud mental de mi acompañante.
—Igual no tienes ni idea de lo que hablo, claro… —dijo con una sonrisa.
—No, la verdad.
—Es que verás… —Cogió aire unos segundos—. Hay algo que no te he contado. Yo… yo soy sensible.
—¿Cómo que sensible? —No estaba entendiendo nada.
—A veces siento cosas y pasan… —«Que alguien me saque de aquí por favor», pensé—. Todo empezó hace varios años. Un día me levanté con un dolor de tripa brutal y se lo conté a mi madre. Ella insistió en que no me preocupase, que se me pasaría. Así que, cuando me dejó de doler, me olvidé del tema. Entonces, una semana más tarde, mi abuela vino a visitarnos. Se encerró con mi madre en la cocina para hablar. Yo notaba tensión en el ambiente y decidí escuchar detrás de la puerta. Mi abuela le dijo a mi madre que a mí abuelo le habían diagnosticado una enfermedad muy grave del estómago. Al oírlo, mi madre se puso muy nerviosa y habló de lo de mi dolor de tripa. Claro, mi abuela se puso alteradísima. Yo aún no entendía muy bien por qué, hasta que mi madre dijo: «La niña es más poderosa que nosotras…». En ese momento, se me puso la piel de gallina. Imagínate la situación… ¡Era un desfase! Acaba de descubrir que éramos brujas. —Estaba flipando. ¡Vaya locas! No sabía donde meterme. Mi relación con lo paranormal se resumía a ver, de vez en cuando, un programa de misterio que echaban los domingos por la noche. Fingiendo interés por la historia, yo asentía, tapándome la boca con una mano para evitar reírme en su cara.
—Siempre me había sentido diferente a las demás chicas, pero hasta aquel día no supe el por qué. Y, desde entonces, he decidido asumir mi verdadera naturaleza.
—¡Guau! Increíble, ¿no? —dije, mientras ella asentía orgullosa.
—No te voy a mentir, yo intuía algo, ¿eh? Me notaba… especial.
—Y, ¿puedes leer mi futuro o algo así? —No saldría con novia de allí, pero al menos unas risas me iba a echar.
—Deja que me concentre… —Me miró fijamente, con los ojos achinados y, a los pocos segundos, sus carrillos comenzaron a temblar. La escena era para verla. Se llegó a poner muy roja. Antes de explotar, decidió dejar de intentarlo—. Nada… No sé por qué, pero parece que mis poderes no funcionan contigo. —«Como si lo hiciesen con alguien, pirada», pensé —. Aunque eso es muy buena señal. Así, que sea bruja no estropeará nuestra relación… —Fui incapaz de seguir con aquella conversación. Unos minutos más tarde, con la excusa de que tenía trabajo pendiente, salimos de la cafetería antes de despedirnos para siempre. Tenía claro que no iba a surgir la magia entre nosotros. Para eso ya se bastaban solas ella y las locas de su familia. Aunque reconozco que me hubiera encantado ver la cara de mi abuela en nuestra boda, compartiendo mesa con el aquelarre.
Tras mi primera cita Appareo, me planteé borrarme la aplicación. Pero reflexioné y decidí no rendirme tan fácilmente. Si había conquistado a tantos usuarios, algo bueno tendría. Me tomé lo de Andrea como un error de principiante y seguí con la búsqueda. Gracias a Dios, la cosa con Eva fue muy diferente.
[Continuará…]
