Antologías

Arcoíris

Nunca fui un niño demasiado corriente. Cuando era pequeño, me encantaba dormir bajo la enorme mesa del comedor. Allí me sentía lejos del resto de personas que intentaban atraerme al extraño mundo del que no quería formar parte. Sin darme cuenta, pasé de abrazar a mi peluche favorito bajo el edredón a estar las noches en vela disfrutando de largas partidas de videoconsola.

La seguridad nunca había sido mi compañera de viaje pero, con los años, me iba acostumbrando a enfrentarme al mundo sin necesidad de llevar un chaleco salvavidas. Por aquel entonces, aún me avergonzaba de mi tartamudez, y creía tan poco en mí mismo que prefería mantenerme al margen del resto de seres humanos antes de imaginar qué pensarían de mí tras intercambiar un par de frases conmigo. Mi vida no tenía demasiado color. Tampoco lo eché de menos nunca. Pues no había formado parte de la aburrida rutina que me había tocado vivir.

Una mañana de julio, incapaz de concentrarme, mareaba la perdiz desde hacía más de una hora. Tenía los apuntes delante, pero no había empezado a estudiar aún. Mi único objetivo: encontrar nuevas distracciones para huir de esos folios. Yo no estaba hecho para estudiar. Si por mi fuera, me hubiera quedado eternamente en la guardería. Sin obligaciones ni decisiones trascendentales por tomar. No quería ser yo el culpable de las fatales consecuencias que solían tener las decisiones que tomaba por mí mismo. Prefería dejar que fuera otro quien cargase con aquel cometido.

Un año más, me tocaba veranear en la biblioteca. Era el fatídico castigo al que estábamos destinados los menores infelices que no sentíamos pasión ninguna por nuestros estudios. Pero ese verano, no sé bien por qué, parecía que era el único desgraciado que se protegía del sol entre los muros de aquel lugar. Tan solo coincidía con un par de opositores inmersos en sus letanías y algún que otro intruso que quería disfrutar de wifi gratis.

Entró por la puerta derrochando despreocupación. Era una chica realmente atractiva. Lo primero que me llamó la atención de ella era su pelo. Llevaba su corta melena rubia con mechas de múltiples colores. Aunque su vestimenta no era para menos. Vestía una amplia camiseta de tirantes, unas zapatillas de plástico de color rosa y medias a rayas que le llegaban hasta las rodillas. ¿Medias en verano? Eso mismo pensé yo.

No sabía quién era ella, solo tenía claro una cosa: quería conocerla. A primera vista, no tenía nada que ver con el resto de chicas que me encontraba, día a día, en el pretencioso centro de estudios donde, sin demasiado interés, acudía para satisfacer los deseos de mis padres y no darles motivos para que me echasen de casa. Pero ¿cómo no iba a continuar con mis estudios de Bachillerato? Hoy en día todo el mundo tenía un título. Además, era prácticamente imposible hacerles entrar en razón de que yo no valía para los estudios, aunque tampoco tenía demasiado claro para que lo hacía.

A la hora de sentarse, eligió la amplia mesa donde había decidido aislarme para dejar pasar las horas frente a mis apuntes. Respetó mi espacio personal y dejó un par de sitios libres. Tiró su mochila vaquera llena de parches al suelo y abrió la cremallera. Sacó una abultada carpeta de flores y un enorme estuche dorado, mientras yo la observaba de reojo intentando ser discreto. Con toda la tranquilidad del mundo, empezó a sacar papeles de su carpeta. Volví la vista a mis apuntes. Si seguía mirándola iba a acabar pillándome. Pero no pude resistirme.

Me giré de nuevo para ver que hacía con esos papeles. Parecían láminas para colorear. Me extrañó mucho. Era una tarea demasiado infantil para alguien que aparentaba alrededor de veinte años. Abrió su brillante estuche y sacó varios rotuladores de colores. Después empezó a colorear láminas. Parecían dibujos animados o algo así.

Me centré en mis asuntos e intenté absorber, desinteresadamente, algo de conocimiento. De repente, me chistó. ¿Qué querría? Me puse muy nervioso.

—Si hubieras nacido rotulador, ¿de qué color serías?

—¿Co-co-cómo? —Me dejó tan impactado su pregunta que no sabía qué responder.

—Yo sería, mmm… ¡Qué difícil decisión! —comenzó a argumentar ella en voz alta, haciendo caso omiso de los carteles que rogaban silencio.

—Ba-ba-baja el volumen, nos van a lla-llamar la atención —rogué.

—¡Ah, sí! Perdona —susurró —. Creo que me decantaría por el azul.

—¿P-por qué? —Sin darme cuenta estaba entrando en su juego.

—Y, ¿por qué no? Venga, dime, ¿cuál serías tú?

—Eh…Creo que sería… ¿Verde? —tartamudeé. No sé muy bien por qué, pero quería acertar, que le gustase mi respuesta.

—Buah, tío… ¡me encanta el verde! ¡Muchas gracias!

Sin añadir nada más, volvió a centrarse en su lámina para colorear. Escogió el rotulador verde entre los muchos que tenía esparcidos por la mesa y comenzó a pintar de ese color uno de los monigotes del papel.

Pasaron las horas. Mis intentos por retener algo no daban frutos. Y mi compañera de mesa seguía inmersa en sus dibujos. Cuando acabó de pintar su lámina, se levantó mientras arrastraba la silla hacia atrás.

—Oye, ¿te apetece fumarte un cigarro? —me preguntó.

—Yo…no-no fumo —respondí, sonrojado. «Pero la verdad que contigo no me importaría», pensé. Ni siquiera yo esperaba que mi mente reaccionase así.

—Yo, tampoco —Su respuesta me desconcertó por completo—. Pero me apetecía salir a tomar un poco el aire. ¿Vienes?

Sin dudarlo, me levanté del asiento intentando hacer el menor ruido posible. Ella cogió su mochila y salimos al exterior de aquel aburrido lugar.

Nos sentamos en un banco que había a unos metros de la biblioteca. Una vez allí, sacó de su mochila una enorme bolsa de chucherías. Había gominolas de todos los tipos y colores. Antes de comenzar con el festín, me ofreció. Le dije que no tenía hambre. Tras escuchar mi respuesta, se encogió de hombros y empezó a comer como si llevase días sin ingerir ningún tipo de alimento.

—Me pirran las chuches —confesó ella entornando los ojos —. Creo que es mi comida preferida.

Aquella chica me sorprendía con cada una de sus afirmaciones. Me limité a sonreír.

—Oye, ¿cuál es tu película de dibujos animados favorita?

Otra pregunta inesperada. No acaba de acostumbrarme a aquel extravagante cuestionario.

—La verdad que no sabría decirte —tartamudeé. En realidad, sí que lo sabía. Peter Pan siempre había sido mi preferida.

—Venga, tío, estoy convencida de que, detrás de tu apariencia de hombrecillo gris, hay un magnífico rotulador verde por descubrir —Su comentario hizo que se me escapase una sonrisa.

—Si-si tuviera que elegir una di-diría que…Peter Pan. Sí, yo-yo creo que esa —añadí con desinterés.

—¡Me encanta Peter! Es muy guay…Mi favorita es Alicia en el País de las Maravillas, ¿a que no te lo esperabas? —me preguntó con una preciosa sonrisa.

—No —mentí. ¿Un gato que habla? ¿El sombrerero loco? ¿La Reina de Corazones? Parecían personajes de lo más común a su lado.

—Por cierto, ¿eres de aquí?

—Sí.

—Tu acento me gusta. Parece que cantas —confesó antes de comerse un par de chucherías. 

No pude evitar sonrojarme. Nadie se había referido a mi tartamudez de aquella manera y, aunque pueda parecer muy cursi, me gustó. Ella, consciente de que me había avergonzado con su comentario, continuó divagando y hablando de cosas extravagantes. Me contó que tenía mucho trabajo por delante aquel verano. Se había comprado nada más y nada menos que cuarenta y seis cuadernos para colear. No dejaba de alucinar con ella.

Me dijo que había decidido que venir a la biblioteca cada día para aprovechar sus días al máximo. «En casa no me concentro, me pongo a tocar el kazoo y se me va el tiempo», me dijo. No sabía lo qué era eso, pero estaba seguro de que sería, como mínimo, algo tan peculiar como ella. Unos minutos más tarde, volvimos dentro para seguir con nuestro trabajo.

Durante un par de horas, continuó coloreando una tras otras láminas de su cuaderno. Era incapaz de no observarla. Me resultaba muy curioso cómo pintaba: sentada sobre una de sus piernas y recorriendo con la punta de la lengua la comisura de sus labios mientras se acercaba tanto al papel que parecía que se iba a fundir con el mundo imaginario que representaban aquellas páginas.

Reconozco que mi comportamiento era un tanto extraño. Aquella chica me perturbaba demasiado. Cuando las agujas del enorme reloj de la pared de la sala marcaron las dos en punto de la tarde, por alguna extraña razón que aún hoy desconozco,  reuní el poco valor que siempre había considerado que tenía y fui yo esta vez el que me dirigí a ella susurrándole una frase entre cortada:

—¿Qui-qui-quieres ir a comer? —pregunté mientras miraba al suelo. No hubo contestación. Parecía inmersa en sus quehaceres. Cuando volví a mi sitio, con la intención de esconderme debido a la vergüenza que se había apoderado de mi tras su rechazo, escuché:

—¿Ahora? —preguntó sin levantar la vista del papel. No tenía muy claro si le parecía mal la hora o quería resultar evasiva.

—No-no sé. Es la hora de co-comer.

—¿Qué hora es?

—Son las dos y diez.

—¡No fastidies! —gritó. La bibliotecaria le chistó y puso su dedo índice sobre sus labios indicándole que guardase silencio.

—Lo había olvidado por completo… —mientras hablaba cogió el rotulador verde que había dejado disperso entre los muchos otros que había en la mesa.

—¿Co-comer? —pregunté sin entender muy bien su reacción.

—No, se me ha echado el tiempo encima y hace casi dos horas que no uso el rotu verde. Menos mal que has venido y me lo has recordado. —Me dedicó otra de sus bonitas sonrisas—.  Muchas gracias.

Me alejé sin decir nada. Definitivamente, aquella chica no estaba bien de la cabeza. Saqué de mi mochila un sándwich de jamón y queso que se encontraba compacto bajo capas y capas de papel film. Comencé a comer tímidamente delante de mis apuntes mientras observaba cómo mi compañera de sala movía los labios cómo si tararease en silencio alguna canción mientras coloreaba con el rotulador verde detalles de una de sus laminas de dibujo.

Después de comer, continué esforzándome por retener en mi mente alguno de los temas del libro que tenía delante desde hacía horas. No había sido capaz de permanecer más de diez minutos sin volver la mirada a la extravagante chica que tenía enfrente. Su presencia era magnética.

De repente, sin ser consciente de lo inmerso que me encontraba en mis pensamientos, noté cómo algo me golpeaba. Una goma de borrar amarilla desgastada reposaba sobre mis apuntes. Supuse que aquel objeto había sido el causante del daño. Miré a mi alrededor en busca de su dueño y, como no podía ser de otra manera, me encontré a mi compañera de mesa observándome fijamente.

—Si grito, la bibliotecaria se cabrea —susurró para excusarse— Rotu Verde, ¿te apetece salir a comer chuches un rato? ¡Me muero de hambre! —A modo de respuesta, me levanté de mi asiento para dirigirme a la puerta.

Sin hablar, salimos lentamente al exterior. Yo no quería hacer ruido; ella parecía reírse de todos nosotros al exagerar, con sus andares y gestos, cómo salía intentando respetar la norma de guardar silencio.

Nos sentamos en uno de los bancos de la calle. Insistió en que no fuera el mismo donde estuvimos en el primero de los descansos. «Es muy aburrido repetir, ¿no crees?». No le faltaba razón, aunque mi vida siempre había sido una secuencia repetida en la que los años pasaban y mis monótonas costumbres continuaban conmigo con el paso del tiempo.

—¿Qué haces en este lugar tan solitario? Te veo con un montón de hojas delante pero no coloreas ni nada… —comenzó a decir antes de mirar su bolsa de chucherías—. Qué difícil es encontrar lo que una quiere en esta bolsa tan grande…¡Ajá! Ya te tengo escurridiza. —Sacó de la bolsa una nube de color rosa. No tengo muy claro por qué no la encontraba, o por qué quería esa en concreto. En la superficie tenía un montón de gominolas y, si la vista no me fallaba, me había parecido ver alguna que otra nube.

—Es-tu-tu-diar —respondí. Hacía caso omiso de su búsqueda de la nube perdida.

—¿Y eso? Vale, entiendo, supongo que quieres ser estudioso de mayor…

—¿Cómo? —Cada vez entendía menos sus reacciones y, menos aún, donde quería llegar con estos diálogos inconexos.

—Sí, mira, yo, por ejemplo, de mayor quiero ser arcoíris. Por eso coloreo. Si quisiera ser burbuja, supongo que bebería muchos refrescos; y, eso sí, solo agua con gas para mantener la línea.

Sabía que era imposible ser arcoíris de mayor, pero de una manera o de otra Rotu Azul lo conseguiría, estaba convencido de que una chica así lograría lo que se propusiese en la vida. Me quedé en silencio observándola sin saber que contestar. Después de su respuesta, cualquier cosa sonaría demasiado común. Y seguía teniendo ganas de sorprenderla.

—Yo qui-quiero ser… —empecé a decir.

—Uy, uy, uy…mal vamos si dudas tanto. Anda, coge una chuche —dijo ofreciéndome la enorme bolsa que sostenía en una de sus manos.

«Quiero ser como tú», pensé, tras coger una de las gominolas.

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