Antologías

Cambio de rumbo

No hace demasiado tiempo, yo era una más. Una chica que vivía sin más pretensiones que cumplir con el papel que entendía que la vida me había designado. Mis silencios eran preciados y mis palabras, aunque escuchadas, en pocas ocasiones eran valoradas por aquellos que me rodeaban. ¿Seguir mi instinto? ¿Ir a contracorriente? Impensable. Creo que no hablo de nada nuevo. Esto les había pasado a muchas antes que a mí. Y, desgraciadamente, a otras tantas después. No os preocupéis, no pretendo daros ninguna clase magistral sobre Historia, simplemente, quería  hacer un breve recordatorio sobre cómo es el mundo en el que vivimos.

Mi nombre es Simona y, si me lo permitís, me gustaría contaros un breve relato. Un curioso pasaje de mi vida. Una historia que trata sobre cómo me reencontré con mi pasado y aprendí que el mejor regalo que podía hacerle era reconciliarme con él. Y, lo mejor de todo, es que no lo hice ni por mí ni por él. Lo hice por nosotros.

Todo comenzó de manera inesperada una tarde de marzo. Salí de trabajar de la clínica cubierta por capas y capas de ropa. Nunca había sido víctima de las modas impuestas por las revistas y, menos aún, cuando hacía rasca. Estaba más segura de mí misma que nunca. Me importaba más bien poco lo que pensasen de mí por ir con mil capas de ropa de tejidos y colores aleatorios para protegerme del frío.

Mi último corte de pelo había marcado el límite de mi rizada melena castaña a la altura de los hombros. Cada vez soportaba menos llevar el pelo largo. Me prometía que algún día me raparía y me olvidaría para siempre de la tortura que suponía peinar mi salvaje cabellera. Pero he de reconocer que nunca cumplí con mi amenaza. Realmente, no me veía llevando el pelo rapado al cero. Pero era genial ver la cara que ponían mis amigas y amigos cuando lo decía. Supongo que así es la sociedad en la que vivimos. Todo es un drama cuando se trata de cortar cuatro pelos. Si nos faltase de comer, ni siquiera hablaríamos de ello. Problemas del primer mundo, que le vamos a hacer.

Mientras caminaba al teatro donde había quedado con mi amigo Leandro, me encontré con una vieja conocida y compañera de natación, Fernanda García. Como suelo decir, Fernanda es del tipo de personas que consideras que conoces desde siempre, pero que nunca aportó nada a tu vida. Además, hacía más de dos años que no la veía en persona. Lo cual no era un problema. Todo el mundo se encargaba de fichar sus cuentas en redes sociales para chismorrear sobre su vida. Por este motivo, quizás nunca llegó a desaparecer del todo el fantasma de aquella muñeca de plástico que fingía ser humana.

Mi reacción fue un tanto extraña, intenté evitar que me reconociese, pues no quería que comentase mi dejado aspecto y, menos aún, entablar una conversación con ella. Me recordaba a mi pasado. Yo ya no era aquella chica tímida a quien gente como Fernanda intimidaba por el brillo que desprendían en los vestuarios de la piscina donde entrenábamos juntas. Pero tampoco de las que pierden su tiempo con gente así.

—¡Simona! —me gritó cuando se encontraba a varios metros de mí.

Yo, como de costumbre, inmersa en mis pensamientos, alcé la vista y me encontré con una chica a la que no reconocía. Miento. Más bien, no tenía ganas de reconocer.

—¿Qué tal tía? ¡Qué casualidad!

—¡Hola! —fingí estar entusiasmada por cruzarme con ella –Sí, tía…cuánto tiempo.

—Pues nada, aquí dando un paseo, de camino a casa de este.

—¿Sigues con Juan? —pregunté. Más por ella que por mí. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, pero la conocía. Sabía que estaba como loca por gritar bien alto lo bien que le iba todo con su novio de toda la vida.

—Claro, tía…y mejor que nunca.

—Cómo me alegro, oye…

—¿Tú qué tal todo? ¿Sigues con Marcos? —Comenzó a acariciarme el brazo con una de sus manos. Me estaba poniendo muy nerviosa. Ni que fuéramos amigas íntimas. Vaya tía más hipócrita.  

—Qué va…lo de Marcos acabó ya hace años. —Se me escapó una carcajada. No pude evitarlo. ¿Marcos? Venga ya, eso está más pasado…y seguro que ella lo sabía.

—Ay, Simona, ¡qué pena! Algo había oído de unos cuernos, o no sé qué. Pero yo ni caso, ya sabes, paso de lo que raja la gente… —Su respuesta no me sorprendió. Seguramente le importase un pimiento si estaba o no con Marcos, pero estaba convencida de que había tenido para compartir varias tardes de refrescos sin azúcar con sus amigas y opinar sobre mi drama adolescente. Vaya bichos.

—Fernanda, perdona que te deje así, pero he quedado para ir al teatro y tengo muchísima prisa. Lo siento de verdad…

—Sí, sí, tranquila, a ver si hacemos pronto alguna quedada de equipo y nos vemos todas, ¿no? ¡Sería genial!

—¡Claro que sí! Lo vamos hablando, tía. —«Falsa tú, falsa yo». Tras mis palabras, haciendo caso omiso a si Fernanda añadía algo más a la conversación, continué caminando a toda prisa para no llegar tarde a mi cita con Leandro.

La obra no fue nada del otro mundo. Quizás la más flojita del mes. Pero no me arrepentía de haber ido, total, la entrada nos había salido por cuatro duros.

Meses atrás, Leandro y yo nos habíamos comprado un bono de teatro que nos permitía asistir a un gran número de espectáculos por un precio reducido. La calidad de las mismas era dispar, pero preferíamos este tipo de planes a dejar las tardes pasar en cualquier terraza de nuestro barrio.

Al terminar la obra, Leandro me propuso tomarnos algo en un café cercano al teatro. No era la primera vez que visitábamos aquel local. Aunque la especialidad fuera el café, ambos sabíamos que tomaríamos una copa de vino. O las que hiciesen falta.

Aquel lugar olía a arte. Me encantaba. Tan solo necesitábamos que comenzasen a llenar nuestras copas para dar rienda suelta a nuestras ideas, pensamientos y opiniones sobre cualquier tema. Con Leandro era capaz de hablar de todo. Me sentía muy a gusto, conseguía que fuese yo misma.

Antes de que nos sirvieran la tercera copa de vino, Leandro, tras un breve silencio, cambio de tema y drásticamente pasó de hablarme sobre una exposición que se estrenaría el próximo mes a los dimes y diretes de nuestros antiguos compañeros de colegio. Así es él. Capaz de subir de cero a cien en pocos segundos; de llevarme al futuro y luego acompañarme de nuevo al pasado.

—No sabes de lo que me he enterado…—comenzó a decir con voz grave. Era el tono que empleaba cuando quería captar mi atención.

—Dispara. —Mientras me imaginaba a mi amigo con aspecto de vaquero, gorro y botas incluidos, di un sorbo a mi copa de vino. Estaba buenísimo.

—Me contaron el otro día que Marcos ha tenido un accidente de tráfico.

Me atraganté. Se esfumó por completo la imagen de Leandro disfrazado de vaquero. Mi corazón comenzó a latir a gran velocidad. Un montón de imágenes catastróficas asaltaron mi mente.

—Pero…¿eso cómo ha sido? ¿está bien?

—Se ve que cogió una motillo de estas de alquiler una noche de fiesta y…bueno, se pegó una leche acojonante.

—¿No-no ha sido grave, no?

—Por lo que yo sé estuvo unos días en plan bastante jodido en el hospital. Pero bueno, creo que todo ha quedado en un susto.

—Menos mal… —Terminé mi copa de un trago.

Dos rondas más tarde, nos despedimos del café. Volví a casa en autobús. Durante el trayecto, no dejé de darle vueltas a lo que me había contado Leandro. No tenía del todo claro por qué me había afectado tanto. Hacía mucho tiempo que Marcos y yo no nos veíamos. Y, más aún, desde la última vez que mantuvimos una conversación como Dios manda. Está claro que habíamos crecido juntos y todo eso…Pero yo ya no era aquella chica inocente que había salido con él. Había cambiado.

Días más tarde, Leandro me propuso ir a un recital de poesía que se organizaba una vez al mes en un bar cercano a nuestras casas. No era nada del otro mundo; tan solo veinteañeros que se entretenían dando voz a sus sentimientos y jugando a ser artistas en su tiempo libre. Me encantaban esos planes. Y Leandro lo sabía.

No me arreglé demasiado. Quizás mi actitud no fuese demasiado femenina, pero me preocupaba más bien poco mi aspecto a la hora de ir a un recital con un amigo íntimo. A quien no le gustase que no mirase. Mis expectativas no eran otras que disfrutar junto a Leandro de un rato agradable y un poquito de poesía amateur.

Entre una cosa y otra, el tiempo volvía a ganarme la batalla. No sé por qué, pero parecía que, cada vez que tenía un plan, aquellas manecillas del diablo se ponían de acuerdo para correr cada vez más y dejarme mal. Me odiaban. Ya habían conseguido que me ganase la fama de impuntual.

Para mi sorpresa, cuando llegué al local, Leandro aún no había llegado. Le llamé. Después de dos toques descolgó. Me encantaba lo atento que estaba siempre al móvil. Igualito que yo. Me pidió disculpas. Se iba a retrasar. Le pedí que no tardase demasiado. No me importaba estar sola en un bar, a veces era hasta divertido, pero mi plan aquel día era con él. Al fin y al cabo, había sido su idea. No podía dejarme allí colgada.

Me acerqué a la barra y pedí una copa de tinto. Mientras disfrutaba del primer trago, observé desde la barra al público que poco a poco iba ocupando su lugar en aquella lúgubre sala con aire de salón francés.

Apenas llevaba un par de sorbos de la bebida cuando lo vi. Salió del baño intentando equilibrar su cuerpo al subir la cremallera del vaquero. Tres botones de la camisa desabrochados y jersey colgado al hombro. Era él, no tenía ninguna duda. Aunque su aspecto era algo diferente. Llevaba el pelo más largo que de costumbre que junto con la barba descuidada le daba un aspecto bohemio desconocido para mí. Era como si el chico que recordaba hubiera permanecido durante semanas en una isla desierta. Se acercó lentamente a la barra. ¿Me habría visto?

Me di cuenta de que no, cuando se paró a unos metros de mí para dirigirse al camarero. Marcos sería muchas cosas pero no era de los que se hacían el loco para no saludar. Tenía pendiente enseñarle cómo hacerlo.

Mientras le observaba de reojo comencé a dar golpes con los dedos a la copa que custodiaba entre mis manos. «Me acerco, no me acerco, me acerco, no me acerco… Me acerco. A tomar por saco». No iba a quedarme con las ganas de saludarle y preguntarle qué tal estaba después del accidente.

Tras recorrer los pocos metros que nos separaban, le toqué el brazo para que se girase. Se volvió. Me miró sorprendido.

—¡Simona! —Una sonrisa se dibujó en su cara. No sabía muy bien a qué se debía.

—¿Qué tal? —contesté a modo de saludo. Apoyé mi copa de vino sobre la barra.

—Muy bien, tía. Aquí de recital…—se rió. Siempre había sido muy risueño. En eso, no había cambiado.

—Ya somos dos. ¿Conoces a alguno de los poetas?

—Sí, uno de ellos era coleguita de la uni. Le he visto recitar ya un par de veces.

—Mola. —El camarero sirvió a Marcos un tercio de cerveza.

—Y, ¿tú?

—Yo, ¿qué?

—Que si conoces a alguno…—dijo mientras depositaba un billete de cincuenta euros sobre la barra para pagar su consumición.

—Eh…no. Vengo por Leandro. ¿Te acuerdas de él?

—El del cole, ¿no? Ese que viene por ahí… —Señaló con su cabeza hacia la puerta del local. Al girarme pude ver cómo Leandro miraba a un lado y a otro mientras se quitaba la cazadora. «Me está buscando».

—Justo. Me voy a por él. Te veo luego.

—Vale. —Recogió de la barra las vueltas que le había dejado el camarero.

Cogimos cada uno nuestra consumición y volvimos a nuestras vidas.

Uno tras otro, los poetas se fueron apoderando del micro para compartir con el público sus textos. La mayoría de ellos, compuestos de líneas que inmortalizaban amores pasados, el sufrimiento y la amargura de las pérdidas. He de reconocer que no eran malos. Tenían su gracia. Pero, tras más de media hora escuchando a desconocidos abriendo su corazón, el espectáculo se volvía un poco intenso.

Supe enseguida quién de todos los espontáneos poetas que salían al escenario era el amigo de Marcos. Su aspecto de niño bien le delataba. Cuando se puso delante del micro, Marcos ya se había hecho hueco en la primera línea del público. Antes de que su amigo comenzase a leer el papel que llevaba entre sus manos, Marcos vociferó su nombre y le dedicó en voz alta unas palabras de apoyo. Cuando acabó, tras bajar del escenario, mientras el resto del público aplaudíamos, los dos se unieron en un afectuoso abrazo. Siempre había sabido cuidar a sus amigos. En eso no había cambiado nada. 

Cuando acabó el recital, Leandro y yo fuimos a la barra con nuestras sedientas copas en busca de más vino.

—Creo que voy a hablar con Marcos —anuncié mientras esperábamos que algún camarero nos atendiese.

—No me encanta la idea, pero eres libre para… —Leandro no había terminado la frase cuando ya estaba dirigiéndome hacia los dos amigos que se encontraban en el umbral de la puerta del local riéndose mientras fumaban.

Sin vergüenza ninguna, abordé a la pareja antes de perderles en el exterior.

—¿Ya os vais? —pregunté.

—¡Simona! —respondió Marcos con una sonrisa—. Mira, este es Jorge, mi amigo el poeta.

—Encantada —Le di dos besos.

—Este se iba ya. Dice que mañana tiene que madrugar. Parece que no quiere celebrar…

—Otro día, Marcos. No seas pesado —añadió Jorge—. Hoy estoy cansadísimo, y mañana madrugo. Pero tú quédate, no seas tonto. Seguro que lo pasáis bien.

—Leandro y yo nos quedaremos un rato más, puedes unirte si quieres.

Tras mi propuesta, Marcos dejó a Jorge marcharse a casa. Luego se acomodó en uno de los poyetes del exterior del local. Sacó un paquete de tabaco de su bolsillo, eligió uno de los cigarrillos que había en su interior y comenzó a fumar.

—¿Te ha gustado lo que ha leído Jorge? —preguntó.

—Sí, ha sido de los mejores yo creo.

—Se le da muy bien, la verdad. Seguro que acaba dedicándose a esto. —Dio una calada a su cigarro.

—Oye, tío, ¿qué tal estas? No quiero ser una dramas, pero me dijeron que tuviste un accidente en moto hace poco.

—Sí. Fue un buen susto.

—¿Y cómo te encuentras? —No me sorprendía que fuera tan escueto. Nunca había sido capaz de mostrar sus debilidades a los demás. «¡Ábrete, tío! Joder, que soy yo».

—Bien. Los primeros días fueron un poco más duros, pero ya me voy recuperando.

—Y, ¿cómo fue? —«Voy a seguir metiendo el dedo en la llaga hasta que lo sueltes»

—Llevaba unos días, bueno, más bien semanas un poco chungas y, al final, esta fue la gota que colmó el vaso.

—Me está quedando clarísimo, oye —apunté.

Comenzó a reírse a carcajadas. Se me había olvidado lo escandaloso que era. Y lo fácil que era hacerle reír.

—A ver, así en resumen. —Dio una calada al cigarro. Estaba en ascuas, quería saber que había pasado—. Mi novia me dejó hace tres meses. Se fue con otro —concluyó antes de soltar el humo.

—Joder.

—Supongo que lo tengo bien merecido, ¿no? —añadió, irónico.

Me quedé mirándole fijamente a los ojos. No sabía muy bien qué responder. Quizás unos días antes le hubiera dado la razón e incluso me hubiera alegrado de que el universo le hubiera hecho pasar por lo mismo que me hizo pasar él a mí. Pero en ese momento, frente a frente, fui incapaz de no sentir lástima por él.

—El caso es que me hizo mucho daño. Sentirme traicionado y todo eso… —continuó él—. No me preguntes por qué pero mi reacción fue comportarme como un imbécil y dedicarme a salir a hacer el cafre. Necesitaba sentirme vivo.

—Pues te salió de puta madre, colega. Casi te quedas por el camino.

Volvió a estallar en carcajadas. Siempre me había parecido genial su capacidad para reírse de él mismo. Demostraba lo inteligente que era.

—Pero bueno, ya está. Estoy vivito y coleando.—Tiró la colilla y se encendió otro cigarro. Parecía que no tenía prisa—. Cuéntame tú de tu vida.

—Pues…la verdad es que todo muy bien.

—¿Te has tatuado? —Señaló el sencillo dibujo que decoraba mi muñeca.

—Sí. Tres veces. Me dio el venazo —comenté entre risas —. Pero no me arrepiento, ¿eh? —«Ciertas promesas deben quedarse marcadas para siempre».

—Y de chicos, ¿qué tal? —«¿En serio me preguntas esto? Tío, que eres mi ex…»—. ¿Estás con Leandro?

—¡Qué dices! —contesté, nerviosa—. Qué va, qué va, cero. —Me puse roja. Rojísima.

—Pensé que sí, tenéis rollito… —dijo con una mirada cómplice—. Yo creo que haríais una bonita pareja. Los dos sois tan…vosotros.  

—No te líes. Somos amigos y tenemos muchas cosas en común. Nada más. —Me estaba poniendo nerviosa. Puta vida. Había tenido que volver Marcos a mi vida para hacerme dudar sobre mis sentimientos hacia Leandro.

—Vale, vale, lo pillo —respondió él. Estaba terminando de fumar el segundo cigarro.

Nos quedamos unos segundos en silencio.

—Marcos…—empecé a decir mirando al suelo—la verdad es que me alegro de volver a saber de ti. Después de todo, has sido alguien importante en mi vida… —dejé la frase a medias mientras buscaba su mirada. Frente a frente. Era ahora o nunca.

—Ya que dices eso…llevo mucho tiempo queriendo decirte algo.

Se avecinaba un bombazo. Podía presentirlo. Ya había visto esa cara antes.

—Me gustaría pedirte perdón. —Se me heló la sangre—Éramos un equipo y te dejé en la estacada —añadió. Se sentía culpable, muy culpable. Sus ojos le delataban—. Y ahora voy yo, me caigo de la moto e, inesperadamente, apareces tú aquí preocupándote por mí. 

—Gracias…—respondí—. De verdad. —Agradeció mis palabras con una sonrisa. Se sentía liberado, podía notarlo—. Y si te mereces o no que me interese por ti lo decido yo. ¿Queda claro? —bromeé.

—¡A sus órdenes!

—Debería ir dentro con este…ya lleva bastante rato solo. ¿Te quieres unir?

—Ya hice todo lo que vine a hacer aquí. —Se acercó y me dio un tierno beso en la mejilla—. Cuídate mucho, Simona.

Al entrar al local, fui en busca de Leandro. Estaba tal y como le había dejado. Bueno, no. Había algo diferente.

           Me esperaba, mientras se entretenía con su teléfono, junto a dos copas de vino intactas que reposaban sobre la barra. Tras el recital, habían puesto música de fondo y bajado las luces, más aún. La verdad es que la nueva versión de aquel sitio tenía su encanto.

—¡Ya estoy aquí! —anuncié.

—¿Qué hacíais? Has estado un buen rato ahí fuera…

—Nada, reconciliarme con mi pasado. ¿Bailamos?

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