Antologías

Claveles y vidas

Una mujer paseaba arrastrando un viejo carrito de la compra por las empedradas calles de su ciudad. Iluminaba su camino la radiante luz que emana del sol en primavera. En su carro, un clavel seco, sostenido con un imperdible, decoraba la solapa. Aquella flor le había acompañado durante mucho tiempo, tanto como las consecuencias de sus malas decisiones.

El tiempo había hecho mella en ambos. Todos aquellos años que habían vivido juntos, lamentándose por lo que hubieran podido ser y nunca fueron, no pasaron en balde. Así, acabaron secándose, convirtiéndose en un recuerdo. Ahora, tan solo mostraban al mundo la imagen marchita de quien lucha por mantener el recuerdo de los días de juventud.

Caminaba con paso lento, como si le pesasen sus recuerdos. El objetivo de aquellas furtivas partidas era comprar tabaco y alguna que otra vianda. Si tenía provisiones en casa, prefería no salir. Consideraba que encerrarse en sus recuerdos era lo mejor. Estaba convencida de que no merecía otra cosa. Cubría su larga melena con un gorro viejo de lana. Le avergonzaba mostrar su canosa cabellera, aquella que un día fue del color del oro y reconocible a metros de distancia.

La mujer vivía con su longeva madre, que ponía todo su empeño en alargar la pesarosa existencia de su hija. A pesar de que tenía más de sesenta años, para su madre seguía siendo una niña, una jovencita que nunca había abandonado el nido. Una cría indefensa que no había cometido ninguno de los errores que la habían llevado a volver a casa sola y devastada.

Dolores, que así se llamaba la hija, siempre había sido la niña de sus ojos. Era la que más se parecía físicamente a ella de sus cuatro herederas y, además, la menor de todas. También era la que más había sufrido en la vida, lo cual se reflejaba en  las hondas arrugas que surcaban su rostro. Desde el abandono de su padre, cuando aún era una niña, hasta la pérdida de su único hijo. Estas desgracias se vieron magnificadas por su fracaso profesional, impulsado por la ausencia de vocación y su carácter depresivo.

Dolores y su clavel no siempre estuvieron marchitos. Una vez fueron jóvenes. En aquella época, ya lejana, irradiaban color y energía. Sin embargo, una serie de decisiones mal tomadas, empujaron a Dolores a convertirse en aquella mujer gris; un viaje tormentoso en el que decidió que el clavel iría con ella. Aquella flor, que llegó como un regalo, sería testigo de todo el sufrimiento y el mal que había desencadenado. Nunca le perdonaría cómo la arrastró de nuevo a las manos de un antiguo amante, a aquel que no dudó en centrar todas sus fuerzas en destruirla. El hombre que fue capaz de concederle el gran deseo de ser madre y, a su vez, acabó con la esperada criatura antes de que naciese.

Si lo hubiera sabido, si alguien le hubiera advertido del peligro que corría al volver con él, igual todo sería diferente. Pero no pudo resistirse. Aquel pasional arrebato fue su perdición.

 Una esbelta joven ondeaba su larga melena rubia mientras paseaba junto a sus primos por las calles de una ciudad ubicada al sur de España. Era una chica muy dicharachera; le encantaba reírse y disfrutar de los placeres de la vida. Cariñosamente, sus amigos la llamaban Lolita. El nombre le iba como anillo al dedo. La joven parecía un tributo al personaje de la novela de Vladimir Nabokov, en su versión adulta, debido a su carácter despreocupado y aventurero condimentado con grandes dosis de sensualidad.

Lolita nunca había tenido pasión por ningún trabajo en concreto. En ocasiones, reconocía a sus amigos más cercanos que les envidiaba por tener vocación por alguna profesión. Pero se dejaba llevar, el trabajo solo era necesario para pagar las facturas y permitirse algún que otro capricho. Nada más.

Hacía tan solo unas semanas que se había mudado a vivir con dos amigas a Madrid. Atrás quedaban aquellos años que alternaba entre la casa de sus tíos en Granada, donde estudiaba, y el cortijo de su familia materna a las afueras de la ciudad. La oscuridad de la residencia familiar, las tardes de manta, brasero y confidencias entre mujeres, por fin formaban parte del pasado. En aquel lugar, se sentía atrapada. Y Lolita necesitaba vivir, disfrutar de sus años de juventud y del agitado ritmo de vida de una gran ciudad. Estaba ansiosa por descubrir todo lo que podría ofrecerle esa nueva etapa.

Aquel fin de semana, volvía de nuevo a casa a visitar a su familia materna. Al llegar allí, muchos recuerdos del pasado vinieron a su mente. Sobre todo de él.

Unos meses antes, había roto la relación con su novio, Rafael, a quien había conocido en Burdeos. Lolita había ido a la ciudad para mejorar su francés de colegio de monjas, mientras que él disfrutaba de unas merecidas vacaciones junto a sus compañeros de facultad. Unos días bastaron para que los dos quisieran que aquella aventura superase el verano. Él debía volver a Bilbao, donde le habían ofrecido un puesto de trabajo en una planta industrial; ella a Granada, a cursar su último año de carrera. Sin embargo, mantuvieron el contacto. A Lolita le encantaba el interés que mostraba el joven en compartir más tiempo con ella. A él, cómo poco a poco Lolita caía en sus redes. Notaba en sus cartas que quería ser suya y eso le excitaba. Tras cuatro años de noviazgo en los que los viajes de una punta a otra de la geografía española se convirtieron en rutina, decidió dejar a Rafael. Los celos de su pareja y el desinterés que mostraba en los sueños de la joven, agrietaron la relación. No se sentía querida. No entendía por qué ella, que dejaría todo por él, no era correspondida. Decidió poner fin al noviazgo, a pesar de que tenía el presentimiento de que nunca conocería a nadie mejor.

En ocasiones, los recuerdos de Rafael invadían su mente. Intentaba no prestarles demasiada atención. Solía repetirse que la decisión estaba tomada, que no había vuelta atrás. Pero no podía engañarse a sí misma. Sabía que seguía enamorada.

Su misión aquella tarde era disfrutar junto a sus primos de los pequeños placeres que ofrecía su ciudad. Recorrieron los bares de las encaladas calles del centro. En uno de ellos, cansada del acompañamiento espontáneo de una guitarra y el olor a pescado frito, decidió abandonar a sus familiares y salir a tomar el aire. Observó la estampa que ofrecía aquella pintoresca vía del casco antiguo. La estrecha calle contaba con numerosos balcones repletos de geranios, dinteles color albero y férreas rejas. El olor a azahar impregnaba todo el ambiente.

Le sorprendió ver a una anciana sentada en un viejo taburete que tenía varios ramos de frescos y coloridos claveles. Se acercó a ella. Siempre había sentido curiosidad por las personas que se echaban a las calles para buscarse la vida. Saludó a la mujer mientras observaba las delicadas flores que vendía. Tras devolverle el saludo, la anciana insistió sobre la calidad y belleza de sus flores. La joven, que no tenía ningún interés en comprar claveles, respondió con una sonrisa.

—Muchacha, ¿tú eres feliz? —La pregunta inquietó a Lolita.

 —Bueno —empezó a decir la joven—, supongo que como todo el mundo a mi edad.

—Echas de menos a un hombre, que lo sé yo.

—¿Cómo?

—Guapa, yo tengo algo que te puede ayudar. —La anciana extendió su arrugada mano para escoger el clavel más rojo y brillante del ramo—. No hay nada que me guste más que regalar a una joven tan bonita como tú una flor. Este clavel es para ti. ¡Cuídalo! Da buena suerte. —Lolita lo cogió mientras miraba perpleja a la anciana.

Le sorprendió el gesto tan generoso que había tenido con ella. Normalmente, el único interés de ese tipo de mujeres era conseguir unas monedas. Al llegar a casa, puso el clavel en remojo en un antiguo jarrón de cristal que tenía en su habitación. 

A primera hora de la mañana, sonó el teléfono en casa de Lolita. Nadie descolgaba, seguramente su madre y sus hermanas estarían fuera, en el campo, ocupadas con sus tareas diarias. De camino al salón, confirmó su ausencia. El teléfono seguía sonando. 

—¿Diga? —preguntó al descolgar.

—¡Lolita! Soy Rafa. —Su corazón se empezó a acelerar —. Espero no haberte despertado.

—¿Rafa? —No sabía muy bien cómo enfrentarse a la conversación—. ¿Qué tal estás?

—Bien. Oye —al otro lado de la línea, notaba cómo temblaba la voz de quien un día fue su pareja—, Lolita, te echo de menos. No quiero andarme con rodeos. Necesito que me des una oportunidad, sé que nunca voy a encontrar a nadie como tú. —Lolita permaneció un instante en silencio.

—Rafa, no te lo vas a creer, pero llevo semanas sin dejar de pensar en ti. Realmente me arrepiento de haber acabado con nuestra relación —argumentó confusa.

—¡Entonces no hay más que hablar! Un amigo de la fábrica me ha comentado que su hermana está buscando gente para ampliar la plantilla de su oficina. Podrías venirte aquí, tendrías un buen trabajo y viviríamos juntos por fin. ¡Es nuestro momento!

No podía creer que aquello fuera real. ¿Estaría soñando? Todo era demasiado extraño. El clavel que le había regalado la anciana el día anterior y, en apenas unas horas, la llamada de Rafael.

—Creo que es una locura, pero… —Hizo una pausa dramática antes de dar su respuesta —. ¡Acepto! —La joven estalló en carcajadas.

—Me haces tan feliz —contestó él con alivio—. No sabes cuánto te necesito en mi vida.

—¡A tomar viento todo! En realidad, nada me ataba a Madrid. En Bilbao, sin embargo, te tengo a ti. Ahora mismo me voy a la estación de tren a comprar un billete para salir lo antes posible. Calculo que, entre hoy y mañana,  puedo tener todo listo para partir. —La emoción de aquel nuevo proyecto de vida junto a Rafael le embriagaba—. ¡Qué ganas tengo!

Tras su conversación, Lolita se vistió apresuradamente y, al acabar, se fijó en el clavel rojo que estaba en remojo. «Si esto ha sido por ti, gracias», dijo. Aunque aquella flor hubiera empujado a Rafael a volver a su vida, no podría transportar aquel antiguo jarrón durante el largo camino que recorrería hasta Bilbao. Por ello, decidió cortar gran parte del tallo y se colocó la flor con gracia detrás de la oreja. Por el significado que tenía, sentía que aquel clavel embellecía su rostro y añadía un brillo especial a su mirada. 

Se puso rumbo a la estación de tren. Hacía un día claro y luminoso. Las cosas no podían ir mejor. Bajaba a toda prisa por las cuestas empedradas que conducían a la estación cuando, sin darse cuenta, chocó contra una mujer.

—¡Disculpe! —exclamó con una sonrisa en los labios.

—Esos ojos… —susurró la mujer.

—¿Nos conocemos? —unas profundas arrugas recorrían el rostro de la mujer cuya cabeza estaba cubierta con un raído gorro de lana.

—Tu mirada refleja la felicidad que solo nos concede la vuelta de un amor perdido

—Señora… —La mujer no dejó terminar su frase a Lolita.

—Hija mía, estás en la flor de la vida. Pensarás que esta vieja loca solo busca entretenerte, pero quiero decirte algo: si se portó mal contigo una vez, volverá a hacerlo; si nunca apostó por ti, ahora tampoco lo hará. Y eso no lo solucionará un clavel adornando tu pelo, créeme. A mí me destrozó la vida un hombre, uno de los que nunca te aman y sólo quieren poseerte.

—Mire, no la conozco de nada. Lo siento si alguien le ha hecho pasarlo mal a usted. Seguramente no se lo mereciese pero me tengo que marchar. —Mientras pronunciaba estas palabras, Lolita observó el carro de la compra que arrastraba la mujer. En él, sus ojos atisbaron un clavel seco sujeto con un imperdible. Se quedó inmovilizada—. Perdone, ¿y ese clavel que lleva usted en el carro?

—Un viejo regalo. Un presente maldito que toda mi vida me recordará el gran error que cometí.

—Le prometieron al regalárselo que todo iba a volver a ser como antes —adivinó la joven.

La mujer asintió con la cabeza. Lolita notó como los anhelos de su corazón se hacían trizas. Siempre había justificado su destino asumiendo que las cosas pasaban por algo, y aquella mujer guardaba demasiadas similitudes con ella.

—Con su permiso… —Lolita se acercó al carro de la compra, abrió el alfiler del imperdible y sustituyó el marchito clavel por la fresca y colorida flor que decoraba su pelo. La mujer se quedó perpleja ante el gesto de la muchacha.

—No es necesario… —empezó a decir la señora.

—Sí, sí que lo es. Este clavel fresco se lo regalo yo para que recuerde sus años de juventud y no olvide que nunca es tarde para ser feliz.

—Gracias, jovencita.

Después de despedirse de aquella desconocida, Lolita regresó a casa de su madre. Llamó a Rafael y le explicó que no había comprado ningún billete y que no pensaba hacerlo. Le aseguró que aquello no iba a funcionar, «tengo un presentimiento, lo siento», dijo justificándose. «No me hagas esto, por favor, te necesito y…». Lolita colgó el teléfono antes de que Rafael acabase la frase.

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