Antologías

Compañera de vida

No le importaba esperar. Nunca había sido impaciente. Por este motivo, las largas colas que se formaban en aquel famoso mercado en hora punta no suponían un reto para él. Desde que se había mudado a Madrid para llevar a cabo sus estudios de Ingeniería en Diseño Industrial, cocinar fue una necesidad que se había convertido para Luis en una afición que le relajaba y disfrutaba.

Una vez a la semana solía visitar el mercado en busca de productos frescos con los que elaborar sus comidas. No le gustaba la cocina de autor. Sus recetas favoritas eran las de los platos tradicionales. Su madre le había enseñado la fórmula de las comidas familiares que tan frecuentemente cocinaba con el fin de que «comiese bien» mientras estaba fuera de casa. No tenía mucho presupuesto para destinar a la compra, por lo que se habían convertido en su especialidad los guisos y platos que, aunque necesitaban mucho tiempo de preparación, se componían de los ingredientes menos cotizados del mercado.

Tras casarse, sus dos hermanos mayores habían  abandonado el pequeño piso donde vivían los tres mientras completaban sus estudios universitarios y hacían frente a las primeras experiencias laborales. El apartamento pertenecía a su padre. Lo había comprado años atrás para contar con un lugar donde albergarse durante sus viajes a Madrid. Desde su adquisición, decoró las vacías paredes de la estancia con las acuarelas que pintaba en sus ratos libres. Esta fue su particular manera de hacer de aquel piso un lugar cálido y acogedor para sus hijos, que confiaba que fuesen a estudiar a la capital.

Mientras afrontaba su último año de estudios, Luis vivía solo en el apartamento. Fue por aquel entonces cuando le dieron a Naira en adopción. Era una cachorra cruce de podenco y setter irlandés con muy poco tiempo de vida a sus espaldas. Cuando Luis la acogió, la criatura, recién destetada, no era más que una bola de pelo rojizo y brillante como el cobre.

Desde el principio, el joven y la perra conectaron. Luis puso todo su empeño en educarla y en convertirla en una perra ejemplar. Tenía tiempo y ganas para ello, así que se puso manos a la obra para lograrlo. Poco a poco, Naira fue creciendo y se convirtió en una hermosa y obediente perra. Luis disfrutaba mucho paseando con ella por los parques cercanos a su piso. Naira, gracias el adiestramiento recibido, iba sola sin necesidad de ser guiada con una correa. Mientras la perra disfrutaba del entorno, Luis hablaba con la gente del barrio o la observaba sentado en alguno de los bancos que rodeaban los parques de la zona. Naira era la envidia de todos sus vecinos. «¡Qué perra más bonita tienes Luis!», le decían.  Sacarla a pasear por el barrio provocaba numerosas conversaciones con desconocidos. Gracias a ella, Luis conoció a muchos vecinos de la zona: comerciantes de los locales del barrio y habitantes de los bloques cercanos a su vivienda, con los que quedaba para sacar a los perros.

Muchas mujeres pasaron por su vida en aquella época, pero ninguna parecía ser la adecuada para él, o quizás ninguna era lo suficientemente buena para desbancar a Naira. Así, todas las chicas que conocía llegaban con el billete de vuelta bajo el brazo. Era Naira la única que permanecía siempre a su lado.

Pasaron los años y ambos fueron haciéndose mayores. Cuando Luis estaba a pocos exámenes de acabar sus estudios, Naira fue madre. Fue el momento más íntimo que compartieron.

Sucedió una mañana de domingo. Luis había estado cocinando hasta tarde la noche anterior. Las primeras luces del alba fueron acompañadas de un atípico comportamiento de la perra. Naira estaba inquieta y hacía unos extraños gemidos que despertaron a Luis. Al levantarse, el joven se encontró con la perra en la cocina. Estaba nerviosa y él, para tranquilizarla, sin saber muy bien qué hacer, la acarició con cariño. Después, fue al salón y cogió los dos cojines que reposaban sobre el sofá. Los llevó a la cocina y los puso junto al colchón donde dormía Naira para que pudiese acomodarse. En apenas unos minutos, comenzó el parto. Cuando nacieron los cuatro cachorros, Naira les acomodó junto a su abdomen para alimentarlos. A Luis le emocionó aquella escena. Naira había sido madre y el comportamiento con sus crías estaba siendo excepcional.

Un par de meses después de que Naira diera a luz, los cachorros fueron repartidos entre varios conocidos. Luis no podría hacerse cargo de cinco perros adultos en su pequeño piso, por lo que no tenía otra opción. Tras separarla de sus cachorros, la perra parecía afectada. El cariño de Luis fue fundamental para que Naira volviese a ser la de antes. Entre otros antojos, Luis compró un collar nuevo a la perra. Era de cuero y tenía una chapa bañada en plata donde Luis había mandado grabar su nombre. A pesar del trato y los detalles de Luis con Naira, el paso del tiempo fue imprescindible para que la perra se recompusiese.

Superada la separación de Naira y los cachorros, una tarde cualquiera, Luis salió a tomar algo en un bar con su amigo Manuel, a quien había conocido mientras paseaban a sus respectivos perros. Manuel tenía un labrador de color chocolate llamado Coco. Los perros paseaban sueltos mientras sus dueños, a ratos, les seguían con la mirada y les daban alguna indicación.

—¿Cómo va la búsqueda de trabajo, Luis? —preguntó Manuel—. Ya va siendo hora de que encuentres un empleo de verdad, ¿no crees? —Durante meses, Luis había encadenado trabajos temporales en pequeñas empresas. No se había esforzado por encontrar nada mejor, pues eso significaría que el tiempo que podría dedicar a cuidar de Naira quedaría reducido al mínimo.

—Yo estoy bien así, Manu. Ya sabes que no puedo permitirme pasar todo el día fuera de casa encerrado en una oficina. ¿Qué haría con Naira? No, no. Ahora tengo que pensar en los dos.

En los últimos meses, Naira había cogido la mala costumbre de hurgar en los cubos de basura junto a otros de perros del barrio. A Luis no le gustaba nada este nuevo hábito. No entendía muy bien por qué su perra, que siempre había sido tan educada y obediente, tenía ahora ese comportamiento. En una de estas aventuras, Luis perdió de vista a la perra. La última vez que había seguido con la mirada a Naira se dirigía a unos cubos de basura ubicados en un callejón cercano a su portal. Al ver que la perra no volvía, se preocupó.

«¡Naira!» la llamó en alta voz. La perra no acudió a su llamada. «¡Naaaiiraaa!», gritó de nuevo. Se acercó más a los cubos por si la perra estaba escondida entre ellos, pero no había ni rastro de ella. Sintió un escalofrío. No sabía qué hacer. En aquel momento de desesperación, fue al portal de Manuel y llamó al telefonillo. Esperó a que su amigo respondiese.

—¿Sí? —preguntó Manuel. Su tono de voz delataba que se acababa de despertar.

—Manu, he perdido a Naira. Se separó de mí un momento y no la encuentro. No sé qué hacer —confesó Luis angustiado a su amigo.

—Dame cinco minutos. Me visto y bajo —respondió su amigo.

Aquella noche, Luis y Manuel recorrieron todos los rincones donde pensaban que podría encontrarse la perra. Parques, callejones y espacios ocultos fueron inspeccionados con atención. Pero no tuvieron éxito. Tras dos horas de búsqueda, Manuel recomendó a su amigo que se fuese a casa a descansar. Luis, que aún tenía el corazón encogido, hizo caso a Manuel y volvió a su piso. Incapaz de dormir, se cobijó en los fogones de la cocina para intentar relajarse. Mientras preparaba un elaborado guiso, no dejaba de culparse por lo ocurrido. No entendía como Naira podría haberle abandonado. Sentía que debería haber estado más atento a los pasos de su perra.

A la mañana siguiente, continuó con la búsqueda. Preguntó en bares y comercios si alguien había visto a la perra. Quizás, asustada, había acudido al amanecer a alguno de los locales donde tan bien la conocían. Pero no la habían visto por allí en las últimas horas y nadie sabía nada.

Semanas después de la desaparición de Naira, Luis seguía afectado por la pérdida. Sentía que una parte de su vida se había ido con ella. La perra era lo mejor que le había pasado nunca. Habían crecido juntos y la consideraba su compañera de vida.

Coincidiendo con el inicio de su nueva vida en solitario, Luis recibió una oferta para trabajar como diseñador industrial en una empresa líder del sector. Pidió unos días para estudiar la propuesta antes de aceptar. Sabía que era una gran oportunidad laboral pero, aunque no le apetecía pasar demasiado tiempo solo en casa, tenía el presentimiento de que aquel empleo era sinónimo de pasar página. De alguna manera, era como asumir que Naira no volvería nunca. Y ella era insustituible. Pero algo en su interior, un desagradable y realista sentimiento, le impulsaba a continuar con su vida. Era lo más humano.

Antes de aceptar, quedó con su amigo Manuel para informarle sobre la propuesta y pedirle consejo.

—Creo que es lo mejor que te puede pasar ahora —dijo Manuel mientras cogía un puñado de frutos secos que les habían servido junto a sus cervezas.

—No lo tengo del todo claro —respondió Luis sin muchos ánimos—. Es verdad que es una buena oportunidad laboral, pero te juro que la cambiaría por volver a tener a Naira a mi lado.

—Te estás martirizando demasiado. Además, te entregaste en cuerpo y alma a esa perra. Fue tu prioridad durante mucho tiempo. A lo mejor estaba de Dios que os separaseis, que cada uno siguiese su camino.

—¡No digas eso! —respondió Luis molesto por el comentario de su amigo.

—Sabes que no lo digo con mala intención. Naira era tu vida. Todo lo hacías por y para ella. Rechazaste buenas ofertas laborales e incluso emparejarte; todo por no descuidarla. —Manuel dio un sorbo a su cerveza y continuó exponiendo sus argumentos—. Además, estoy convencido de que ella no querría verte dejando de vivir por no tenerla a tu lado.

Luis se quedó pensativo mirando como las burbujas de la cerveza subían desde el fondo del vaso hasta la superficie. «Tienes razón. Naira no querría verme así», reflexionó sin llegar a reconocerlo en voz alta.

Al día siguiente, se puso en contacto con la responsable de recursos humanos que le había hecho la oferta. Le dijo que aceptaba el empleo y que empezaría cuando le indicasen. «El próximo lunes te esperamos», le informó la mujer.

Los días en aquella minimalista oficina fueron un bálsamo para Luis. Era un nuevo comienzo, pero sin Naira. Ahora le tocaba dedicarse a él. No había otra opción. Poco a poco, Luis fue haciéndose un hueco en la empresa. A su jefe le gustaba la creatividad y el espíritu innovador del joven, quien no tenía problemas para hacer horas extra o pasar largas jornadas dejándose el pellejo en los diferentes proyectos en los que le incluían.

Sin embargo, ni los eternos días de trabajo consiguieron que se olvidase de ella. Seguía echando de menos a su compañera. Al volver de la oficina, solía pasear por las calles prestando atención a los diferentes lugares donde pensaba que podría aparecer Naira.

Era inevitable que los recuerdos invadiesen su mente. Durante años, habían sido uno, el mejor equipo del barrio.

En una de estas nostálgicas búsquedas, se acercó a los cubos hacía los que se dirigía Naira la última vez que la vio. Había quedado con Manuel y otros amigos del barrio en El Castro para tomar una cerveza. El bar se ubicaba en la misma calle donde se encontraban los contenedores de basura. Sabía que no era racional que apareciese la perra después de tantas semanas. Y, menos aún, en el mismo lugar donde la perdió de vista. Tenía tiempo para inspeccionar la zona antes de su cita. Era un sinsentido, pero Luis no actuaba guiado por su cabeza sino por su corazón.

Se adentró en el callejón donde se encontraban los cubos. La luz era tenue y apenas se veía con claridad el final de la vía, lugar donde se desechaban las basuras. Tan solo El Castro, ofrecía una iluminación clara a la par que potente que destacaba su entrada. Con paso lento y observando atentamente a su alrededor, fue recorriendo los pocos metros que le separaban del local en busca de alguna pista sobre Naira. Cuando estaba a muy poca distancia del bar, oyó un ruido procedente del final del callejón. Le había pareció ver a Naira entre los cubos. No podía ser verdad. Sin embargo, su pelaje cobrizo era característico y había visto algo que se asemejaba a él moviéndose entre los contenedores. Aceleró el paso para no dejarla escapar.

Al llegar a la parte trasera de los cubos, se dio cuenta de que Naira no estaba allí. En su lugar, una joven con una alborotada y cobriza melena se encontraba inspeccionando la superficie de los adoquines. Luis suspiró cabizbajo. Se había emocionado al pensar que podría ser ella.

La joven, al sentir su presencia, le miró fijamente. Tenía los ojos de color castaño oscuro y una mirada que a Luis le resultó familiar. Era posible que se hubieran cruzado antes por la zona.

—Hola, ¿nos conocemos? —preguntó la joven.

—No —contestó Luis—. Lo siento, no quería asustarte. Te oí detrás de los cubos y pensé que eras…

—Perdona si te he confundido —le interrumpió—. Estaba aquí buscando algo que había perdido. Pero ya lo he encontrado.

—En este sitio se pierden demasiadas cosas.

—¡Vaya ánimos! —respondió.

—Hace unas semanas mi perra desapareció justo en este lugar.

—Oh, lo siento —contestó la joven compasiva —Bueno, igual aún está por ahí viviendo alguna aventura antes de volver a encontrarse contigo en este punto, ¿no crees?

—Ojalá sea así. Bueno, tengo que irme.

—Puede que te haya dado suerte y gracias a mí aparezca. ¡Nunca se sabe! —dijo ella—. Sonríe anda, eres un chico muy guapo y no te hace ningún favor esa cara tristona.

Luis no pudo evitar dedicarle una sonrisa. Además, el carácter espontáneo de la chica le resultó tremendamente atractivo. Por unos instantes, se había olvidado de Naira.

—Voy a tomar algo con unos amigos en El Castro —informó Luis señalando al único local abierto del callejón —. ¿Te apetece unirte a nosotros? —le invitó.

—¡Claro! Soy nueva en el barrio. Así os voy conociendo un poco a todos —contestó ella— Pero ve yendo tú. Ahora te alcanzo.

—Vale. Ahora nos vemos allí.

La joven esperó a que Luis caminase unos metros. Entonces, sacó de su bolso un collar de cuero con un colgante plateado. En él, había un nombre grabado: Naira. Observó con atención a Luis esperando que no se girase. Rápidamente, arrugó el objeto y lo introdujo en el contendor más cercano. —¡Ya voy! —gritó y, en unos segundos, alcanzó a Luis que estaba a unos pasos de la puerta del local. Cuando llegó a su lado, la joven le sonrió. Entraron juntos al bar y así permanecieron el resto de sus vidas.

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