Coronados (Parte 3)

No nos explicaron nada. La profe solo nos dijo que serían como vacaciones pero con cole. ¿Vacaciones con cole? Todo era muy raro. Pero yo estaba contento. Me apetecía pasar más tiempo en casa con mis padres. Casi nunca estábamos los tres juntos. Y, si iba a tener el cole en casa, los vería mucho más. Después de los deberes, podríamos ir al parque o jugar juntos a algo; me libraría de la comida del comedor y podría quedarme viendo la tele con ellos hasta tarde —como en verano—. Me hacia mucha ilusión. Claro, yo todavía no sabía lo que iba a pasar.
El primer día en casa fue muy divertido. Estuve casi todo el rato con mi madre. Me dijo que le habían dado vacaciones en el trabajo y, aunque no la veía demasiado contenta, pensé que se le pasaría. Seguro que era porque prefería tenerlas en verano —mi padre siempre dice que es cuando más se disfrutan—. Mamá quitó los trastos de la mesa del cuarto de estar y me la preparó para estudiar. ¡Mi nuevo pupitre era mucho más grande que el del cole! Y, encima, no lo tenía que compartir. Aprovechamos para hacer juntos un horario con las tareas que tendría que hacer cada día. ¡Tenía hasta recreo! Lo escribimos todo en un folio amarillo y lo marcamos con un montón de colores. ¡Nos quedó chulísimo! Cuando lo terminamos, lo colgamos en la nevera para que pudiese verlo cuando quisiera. Todos los días, después de desayunar, tenía dos horas de deberes. Al acabar, podía jugar a las cartas o ver dibujos, para descansar treinta minutos antes de seguir. Luego, volvería a hacer tareas hasta la comida. Por las tardes, podía usar la consola todo lo que quisiera. Y, si me portaba bien, mi madre me dejaría usar su teléfono un rato.
Estaba muy bien tener el cole en casa, aunque después de varios días sin salir, tenía muchas ganas de bajar al parque, jugar en casa de los vecinos o de comer los macarrones de la abuela. Pero mamá no me dejaba. De vez en cuando, ella sí salía a comprar cosas. Pero decía que teníamos que quedarnos confitados en casa. Por lo menos, todos los días, antes de cenar, aplaudíamos desde la venta. Mi madre decía que había que hacerlo muy fuerte, para que se nos oyese bien desde los hospitales. Me gustaba mucho ese momento. Era muy divertido. Todos los vecinos gritaban cosas y daban palmas muy fuerte para animar a los doctores que estaban cuidando de los enfermos. Mi padre también ayudaba con eso. Él protegía y cuidaba a la gente. Era un superhéroe, como los de las pelis, y, en ese momento, todos se lo agradecían.
Por su trabajo, yo no le veía mucho. Era conductor de ambulancia y rescataba a personas que se ponían malas. Normalmente, cuando estaba en casa, solía estar durmiendo. Mamá me pedía que le dejase descansar. Pero yo quería que me contase historias y saber a quién había salvado. El primer día sin cole, cuando llegó, me contó cómo había rescatado a un chico. Según mi padre, se había divertido tanto que había tenido un accidente con la bici y había estado a punto de morirse. «Hemos conseguido salvarle, pero si no nos llega a llamar nadie, se hubiera quedado ahí. Espero que tú tengas más cabeza cuando seas mayor, ¿eh?». «Claro, papá. Yo no haré esas cosas», le prometí.

Me empecé a aburrir con tanto tiempo libre por las tardes. Mi madre cada vez estaba más tiempo sola dentro de su cuarto. Para estar de vacaciones, no la veía muy contenta. Mi padre llegaba tan cansado de trabajar que cada día hablaba menos conmigo. Como no me gustaba verles así, se me ocurrió algo: coger el cuadernito que me regaló la tía por mi cumple, y escribir todas las cosas para divertirnos juntos los tres. Sabía que así se pondrían más contentos. Apunté todo lo que se me venía a la cabeza —sobre todo, listas de chistes y los juegos del campamento al que había ido el verano anterior—. Escribí las ideas en limpio y sin tachones. Mi profe siempre nos decía que ser limpios y organizados era muy importante. Cuando tenía un montón de cosas apuntadas, tuve una idea. Si me enteraba de qué hablaban, sabría por qué estaban tristes y podría animarles para así estar felices los tres en casa. Por eso, empecé a escuchar a escondidas a mis padres cuando hablaban por teléfono. Iba a conseguir que volvieran a estar contentos. Estaba seguro.
Mi madre siempre hablaba en su habitación o en el sofá. Parecía preocupada. Quería que todo acabase pronto y no dejaba de hablar de los muchos infectados que había. Como a mi madre no le gustaba el olor del tabaco, mi padre se metía en la cocina, cerraba la puerta y aprovechaba para hablar, de sus cosas —no solo de la enfermedad— mientras fumaba asomado a la ventana. A veces, incluso le oía reírse.
Llevaba unos días escuchando las conversaciones de mis padres cuando me di cuenta de que hablaban por teléfono entre ellos. Me pareció una idea muy buena. Era como sí quisieran jugar a que podíamos salir de casa. Me enteré de su secreto cuando oí a mi padre, al otro lado de la puerta de la cocina, hablar. «No te preocupes, mi amor, que esto va a pasar… Ya verás. En nada, nos reiremos de todo». Me hizo mucha ilusión ver cómo mi padre la animaba. Con una sonrisa en la cara, me fui dando saltos hasta el cuarto de estar. Allí me encontré con mi madre. Estaba callada, mirando en la tele noticias del virus. No estaba muy contenta. Y yo no entendía por qué.
Cuando le dije lo guay que me parecía lo que había hecho mi padre, me miró con una cara muy rara. «¿Cómo voy a ponerme a hablar con tu padre por teléfono?». «Mamá, no me mientas… », le dije. «¡Que lo he oído! Te ha dicho: “no te preocupes, mi amor”. Y así es como te llama a ti cuando habláis». «Anda, hijo, no digas tonte…», me respondió antes de quedarse muda. Después, se levantó del sillón y se fue hacia la cocina. Empecé a oír ruidos. Luego empezaron a gritar. No entendía nada. ¿Por qué mamá no se alegraba de que papá le diese ánimos? ¿Se habría enfadado porque descubriese su secreto?
Cuando terminó de hablar con mi padre, volvió y me dijo que fuese a mi cuarto con ella. «Cariño, coge tus cosas que nos vamos a casa de la abuela», me dijo. No entendía nada. Todos los días me repetía que teníamos que quedarnos confitados en casa. ¿Por qué podíamos salir ahora? Entonces le pregunté que por qué nos íbamos. Y, con cara de enfadada, me gritó: «¡Que cojas tus cosas te he dicho!».
[Continuará]

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