Antologías

El chico del abrigo rojo (II)

Tras mal dormir durante toda la noche en un rígido banco, las primeras luces del alba despertaron a Abril. Había pasado la noche en la entrada de la vieja estación de autobuses de una localidad costera situada al sur del país. Una centenaria ciudad custodiada por murallas que marcaban los límites y separaban el territorio de las embravecidas aguas del océano Atlántico.

No era la primera vez que Abril dormía al aire libre; unas veces había sido por gusto, otras por necesidad. Esta era la primera vez que lo hacía como vía de escape. Era su única opción antes de abandonar la ciudad.

Durante semanas, había malvivido junto a su novio, Samuel, en un piso abandonado del casco antiguo. Junto a otros tres desconocidos habían decidido aprovechar la vivienda para crear una pequeña comunidad. Un lugar donde alojarse cuando el sol cayese y en el que podrían compartir sus experiencias, mientras disfrutaban de sencillas veladas en grupo protegidos del fuerte viento que azotaba la ciudad en invierno.

De día, cada uno realizaba diferentes tareas para sacar algo de dinero y costear sus necesidades básicas. Abril solía ir a su playa preferida de la ciudad. Allí, sentada en uno de los porosos poyetes de piedra, elaboraba pulseras de hilo. Le gustaba trabajar mirando al mar y observar el balanceo de las pequeñas barcas de pescadores que danzaban en la orilla al ritmo impuesto por las olas.

Aunque no solía vender mucho, al ser una joven atractiva y con un aspecto llamativo, solía acaparar la atención de los turistas que, en aquellos meses de temporada baja, se asomaban por el paseo principal de la zona vieja que desembocaba en el singular puesto de trabajo de Abril. Entre tres y cinco pulseras solía vender antes del atardecer. Con la llegada de la noche, y sí el tiempo le acompañaba, volvía a casa por calles en las que sabía que encontraría un mayor número de bares abiertos. Allí, aprovechaba para intentar colocar alguna pulsera más. Siempre con su bonita sonrisa por delante. Después volvía al refugio y comentaba la jugada con Samuel y el resto de compañeros.

Por su parte, Samuel dejaba pasar los días mientras tocaba la guitarra en uno de los jardines que se encontraban frente al puerto. Era raro el día en que conseguía aportar más monedas que Abril a su peculiar economía familiar. Según él, no era culpa suya. El sitio, aunque era de los más frecuentados de la ciudad, no le inspiraba. Abril consideraba que era la excusa de su compañero para justificar el poco empeño que ponía a la hora de ganarse la vida.

Alguna vez, Abril había decidido acercarse al puerto para observar furtivamente el desarrollo de la actividad de Samuel. El resultado había sido el mismo. Este se encontraba con otros jóvenes sentado en los parques mientras fumaba y se reía con aquellos que habían decidido refugiarse en aquel parque para dejar las horas pasar, mientras jugaban con los perros y bebían cerveza. Le desilusionaba aquella vida, el modo en que Nicolás se dejaba arrastrar por vagos y maleantes que habían malentendido el sueño por el que ella tanto había luchado. Y, ahora, cada vez sentía más lejos. En aquel entorno todo se complicaba. Volvería a ser como antes, otra ciudad que abandonar antes de que acabase con ellos.

Pero aquella vez, había sido suficiente un tono de voz más alto que otro, los ojos rojos y desorientados de Samuel y su agresiva reacción cuando ella le recriminó su actitud al llegar a casa un día cualquiera. En ese momento, Abril decidió volver a casa, no al hogar donde sus padres la criaron, sino junto a su hermana Cielo. La persona a la que siempre volvía cada vez que se equivocaba, cada vez que necesitaba empezar de nuevo.

Por dignidad o quizás por vergüenza, decidió levantarse del banco donde había dormido y, tras abrigarse con la chaqueta de lana que le había servido de manta durante la noche anterior, se dirigió al bar de la estación. El local daba a la misma calle en la que se encontraba el banco donde Abril había dormido. A pesar de que la estación continuaba cerrada, la cafetería ya había abierto sus puertas para ofrecer desayunos a todos aquellos madrugadores que la visitasen. Abril quería consultar la lista de precios del sitio antes de entrar a tomar nada.

Llevaba tan solo dos euros en pequeñas monedas, y la mayoría de ellas no superaban el valor de veinte céntimos. Su móvil estaba sin batería, por lo que hasta que no lo cargase no podría saber si ya contaba con el dinero que su hermana, Cielo, había prometido horas atrás que le transferiría. Después de consultar los precios en la pizarra colgada en el exterior, se animó a entrar. Se moría de ganas de beber algo caliente. El cartel indicaba que el café con leche costaba un euro y diez céntimos.

Entró al bar cabizbaja. Tras pasar la noche en la calle, su aspecto no debía ser muy agradable. Además, seguramente el camarero la hubiese visto durmiendo en el banco cuando se disponía a abrir el bar.

—Hola, buenos días —Sus penetrantes ojos azules evitaron encontrarse con el camarero.

—¡Buenos días, illa! ¿Qué te pongo? —El simpático trato del camarero hizo que sintiese más cómoda.

—Un café con leche, por favor.

—¿Y de comer? ¿Nah?

—No, gracias, así está bien —respondió Abril mientras contaba las monedas que había depositado sobre la barra. El camarero haciendo caso omiso a la joven, se dirigió a la cocina y sacó un plato con dos rebanadas de pan tostado.

—Toma —El hombre depositó las tostadas delante de Abril—. Ahí tienes aceite y sal por si quieres —añadió mientras señalaba un aceitero abandonado en el otro extremo de la barra.

—Perdona, pero te dije que…

—Este desayuno corre de mi cuenta. No te preocupes.

—Gracias —Volvía a ser incapaz de mirarle a los ojos. Aquellos gestos de gratitud le daban mucha vergüenza.

Era obvio que el camarero se había percatado de su precaria situación. Definitivamente, Abril tenía claro que la había visto dormir en el banco.

El empleado, consciente del rubor que había provocado a su cliente, decidió abandonar la barra unos instantes, dejando a Abril a solas con sus pensamientos mientras él organizaba la cocina.

Cuando acabó el desayuno, buscó la atención del empleado a través del ojo de buey que comunicaba la cocina con la sala. El joven al percatarse del reclamo de su cliente, salió de la estancia.

—Dime.

—Me voy ya. Muchas gracias por todo.

—No hay de qué. Espero que hayas cogido energía.

—Sí, sí. Bueno, me voy. Adiós.

—Hasta luego, guapa.

Abril necesitaba cargar el móvil, pero sentía que ya se había aprovechado demasiado de aquel gentil camarero. Decidió dirigirse al mirador situado a escasos metros de la estación. Allí reflexionaría sobre los siguientes pasos a seguir. Quería abandonar la ciudad, pero sin saber si ya disponía del dinero de su hermana para costear el viaje, era complicado llevar a término su plan.

Cuando llegó a una valla de metal, continuación de la ancestral muralla que rodeaba parte de la ciudad, se puso a observar el horizonte. El día había amanecido gris, y apenas se veía la población que se encontraba frente aquella península. El color del mar se había tornado oscuro, al igual que los ojos de Abril, cuya tonalidad solía variar según la luz. En ese instante, eran grises, igual que las olas que se encontraban a sus pies.

Durante unos minutos, miró, indiferente, cómo rompían con fuerza. Ni ella misma hubiera sido capaz de decir cuánto tiempo permaneció inmóvil en el mismo punto.

La magia de aquel instante se rompió con un destello. Una luz acompañada de un característico sonido. Abril se giró buscando la procedencia de aquel fogonazo. Al darse la vuelta, se encontró con un hombre, de edad indefinida, cubierto con un abrigo rojo que sostenía entre sus manos una cámara de fotos. Aparentaba tener entre veinte y treinta años, pero su descuidada barba y la alborotada melena, de longitud considerable, dificultaban acertar su edad.

Abril miró con cara de pocos amigos al espontáneo fotógrafo. Él le dedicó una amplia sonrisa, gesto que provocó que unos profundos hoyuelos apareciesen en sus mejillas.

—Perdona, igual no han sido formas. ¡Espero no haberte asustado!

—No me has asustado. Pero no entiendo por qué me tienes que hacer una foto —Abril se sentía incómoda con aquella invasión a su intimidad—. No tienes derecho…

—Lo siento. No pensé que le dieses tanta importancia.

—Bórrala.

—¿En serio? Si ni siquiera se te reconoce. Pero era increíble, tu silueta, este precioso fondo…

—Estás mal de la cabeza.

—Eso no seré yo quien te lo niegue.

—Venga, borra la foto, anda —propuso ella intentando conseguir su objetivo por las buenas.

—Bueno, si tanto insistes… —El desconocido del abrigo rojo comenzó a toquetear los botones de su cámara—. Ya está, borrada.

—A ver, quiero que me lo enseñes.

—¿Acaso eres famosa y yo sin saberlo?

—No, pero no me gusta que un imbécil al que no conozco se dedique a hacerme fotos. —Abril le dedicó la más falsa de sus sonrisas. Después, se acercó al joven con la intención de comprobar si había borrado la imagen.

—Mira… —indicó él mientras pasaba una imagen tras otra con uno de los botones—. ¿Ves? No está. Dijo al volver de nuevo a la primera de las imágenes. Es una pena, porque esa foto tenía mucha fuerza.

Tras la comprobación, Abril se relajó y volvió a colgarse al hombro la mochila que había dejado en el suelo al llegar al mirador.

—Bueno, me voy. Espero que a la próxima chica que fotografíes le pidas permiso.

—Vaya carácter…

Abril ignoró el comentario y puso rumbo a la estación de autobuses. Allí intentaría cargar el móvil y, cuando ya contase con batería en el dispositivo, se centraría en buscar una solución a su situación.

Al entrar en el edificio buscó algún enchufe donde conectar su teléfono. Detrás de un banco y oculto a simple vista, encontró uno. Sacó de su abarrotada mochila el cargador del dispositivo y lo enchufó. Conectó su viejo móvil al cable. Una sensación de alivio la invadió. Por fin parecía que las cosas empezaban a funcionar.

Sin alejarse de aquel puesto de carga energética, observó los carteles que anunciaban las salidas y llegadas de las diferentes rutas de los autobuses de la estación. En cinco minutos había un autobús que se dirigía rumbo a su destino. Era inviable que pudiese conseguir plaza en el primer viaje del día de esa ruta, pero confiaba en que hubiera más a lo largo de la jornada.

Cuando ya llevaba unos minutos conectado a la red eléctrica, su teléfono se encendió solo. Numerosos mensajes y notificaciones se peleaban en la pantalla por ocupar la primera posición. Varios mensajes y llamadas perdidas de Samuel, un aviso de cumpleaños del calendario y la notificación de la transferencia de su hermana. Poco a poco todo iba solucionándose.

Con la intención de aprovechar la buena racha, se dirigió a la taquilla preguntando por el próximo autobús que la condujese a su objetivo. La taquillera le explicó que por aquellas fechas, y debido a la baja demanda de aquel viaje que recorría el país de una punta a otra, tan solo un autobús al día realizaba aquel trayecto. Precisamente, este era el que ella había visto anunciado a su llegada a la estación casi una hora atrás. «Se acabó la buena suerte», pensó.

Agradeció a la mujer su atención y salió de la estación. Consideró que un poco de aire fresco agilizaría su mente.

Volvió al banco, a su banco, aquel que la noche anterior había sido su refugio. Allí, tras descolgarse la mochila de los hombros y recoger su pelo en una despeinada coleta, respiró hondo. Estaba en blanco, no tenía claro que hacer. Buscó entre los bolsillos de la riñonera el paquete de tabaco de liar. Escogió un filtro y uno de los papeles arrugados que se encontraban dentro de la bolsa. Apenas le quedaban unas cuantas virutas que fumar. Envolvió delicadamente el tabaco del cigarrillo. No tenía prisa, aún no había decido qué hacer. Prendió el papel y dio la primera calada. Cerró los ojos y elevó su rostro antes de expulsar el humo. Por un momento, desconectó de aquella ciudad, de aquel banco, de todo lo que le rodeaba.

El sonido de un claxon fue el encargado de romper el especial momento que estaba disfrutando. Abrió los ojos con brusquedad y observó frente a ella una vieja furgoneta verde. El conductor del vehículo volvió a hacer sonar la bocina. Abril no entendía si pretendía llamar su atención o se dirigía a otra persona. Un instante después, emitió el segundo de los pitidos, El conductor asomó su cabeza por la ventanilla.

—¡Hola! —Abril no podía creerlo, era el chico del abrigo rojo.

—No, por favor… —susurró ella mientras se incorporaba en el banco.

—¿Te he despertado? Solo quería saludarte. Y, bueno, decirte que no te he fotografiado.

Aunque ahí sentada, tenías un fotón.

—Qué detalle por tu parte…

—¿Estás esperando a alguien?

—No.

—Estamos hoy con pocas ganas de hacer amigos, ¿eh? —apuntó él.

Abril no le concedió ninguna respuesta, se limitó a seguir fumando mientras mirada al lado de la calle que conducía al mirador.

—Bueno, tampoco creo que haya que ponerse así por una foto…Pero bueno, tú misma. Espero que te trate genial la vida. —El joven se acomodó en su asiento antes de arrancar la furgoneta.

De repente, se oyó un grito. «Abriiiiiil». La joven dirigió su mirada al lado de la calle desde donde procedía la llamada. Era Samuel. Caminaba dando tumbos hacia ella. Estaba descalzo, y por su aspecto, parecía que no había dormido. Colgada del hombro, llevaba una guitarra. El miedo se apoderó de la joven. Sin saber muy bien qué hacer, rápidamente cogió su mochila, tiró el cigarro al suelo y salió corriendo en dirección a la furgoneta. Sin pedir permiso, abrió la puerta que, para su fortuna, no estaba bloqueada, y se subió al asiento del copiloto poniéndose la pesada mochila encima.

—Arranca, por favor —suplicó al desconocido fotógrafo. El pánico se había apoderado de su mirada. El color de sus ojos se había clareado. Ahora, eran de un tono azul verdoso con un toque de vulnerabilidad. El conductor, sin decir nada, al percibir el mensaje que su mirada transmitía, arrancó la furgoneta y la puso en marcha.

Samuel, incapaz de seguir descalzo al vehículo, se quedó parado después de correr detrás de ellos y no darles alcance. Sin moverse, gritó una y otra vez el nombre de Abril mientras observaba cómo la furgoneta se perdía en el horizonte.

El conductor había conseguido alejarse raudo y veloz del casco antiguo de la ciudad. Abril, sin decir nada, observaba al frente. Dejaba su vida en manos de aquel desconocido que intentaba conducirla lejos de su pasado. Una vez llegaron a la gran avenida sobre la que se articulaban las calles de la zona moderna de la ciudad, el conductor aminoró la velocidad y giró a la derecha en la primera calle que pudo. La vía conducía a la primera línea de playa.

Una vez allí, buscó un sitio donde estacionar. Abril seguía sin pronunciar una palabra. El desconocido paró el vehículo y echó el freno de mano.

—Parece que no nos ha seguido —anunció tras mirar el espejo retrovisor.

Abril cerró los ojos y respiró hondo.

—Gracias —contestó ella con un hilo de voz. Después, abrió la puerta del copiloto.

—¿Dónde vas?

—Lejos de aquí.

—Oye, te puedo acercar a algún lado si quieres. No me importa, de verdad.

—No hace falta. Gracias por la oferta pero no nos conocemos de nada…

—Es cierto, no nos conocemos. Pero, por lo que veo, no creo que sea peor que ese tío. —Abril permaneció unos segundos en silencio.

—Eso da igual. De verdad, tengo que irme.

—Estaba en esa estación esperando a una persona con la que había acordado un viaje. Pero a última hora lo ha cancelado. Hay suficiente gasolina en el coche para llevarte tan lejos como necesites.

—No creo que te dé para tanto.

—¿Dónde tienes que ir?

—Al norte, con mi hermana.

—¿Me dejas llevarte?

—Necesito respirar un segundo. —Abril salió de la furgoneta.

Comenzó a chispear. Y parecía que se avecinaba tormenta.

El desconocido, pacientemente, dejó que la joven se tomase su tiempo. Observó cómo sacaba su teléfono de la riñonera para realizar una llamada. Unos segundos después, Abril conversaba con su interlocutor.  

«Estoy bien, Cielo. Voy a ir en coche al final. Un conocido que va en la misma dirección me acerca hoy mismo». Abril permaneció en silencio mientras escuchaba atentamente a la persona que le hablaba desde el otro lado de la línea. Mientras tanto, la lluvia caía cada vez con más fuerza.

«Te iré escribiendo por el camino, tranquila. Un beso», antes de colgar permaneció un par de segundos más atenta al teléfono. «Yo también te quiero», contestó finalmente antes de cortar la comunicación. Abril se acercó de nuevo a la furgoneta.

—Entonces, ¿no te importa llevarme?

—Claro que no. Vamos, súbete antes de que acabes empapada.

—¿Podría guardar la mochila en el maletero? —El misterioso fotógrafo bajó del vehículo y ofreció su abrigo rojo a Abril, quedándose en manga corta, descubierto bajo el chaparrón.

—Toma, que te vas a calar. —Ella, obediente, se puso el abrigo.

El desconocido abrió la puerta trasera de la furgoneta, cogió el bulto y lo introdujo en el interior.

—Bueno, ya está. Está empezando a jarrear… —dijo encogiendo los hombros al sentir la lluvia caer sobre su cuerpo desprotegido—. ¡Vámonos!

Subieron a la furgoneta. El agua caía cada vez con más intensidad. El joven arrancó el coche y pusieron rumbo al destino acordado.

Durante los primeros minutos del viaje, ambos permanecieron en silencio. Tenían mucho que contarse, pero la tensión del momento había dejado en un segundo plano los formalismos propios de las presentaciones. Cuando se encontraban a una distancia razonable de la ciudad, él fue el encargado de romper el hielo.

—Entonces, ¿tu familia es del norte?

—No.

—Bueno, por tu acento tampoco parece que seas de por aquí.

—Es que no lo soy.

—Está siendo complicado esto… —apuntó—. Si no pones un poco de tu parte va a ser un viaje largo y aburrido —añadió mientras miraba a la carretera.

—Mi familia es de un pueblo…del norte. Aunque ya ninguno vivimos allí.

—¡Qué bonito es el norte! Muy diferente a estas tierras.

—Ya…y tú, ¿eres de aquí?

—Qué va. Yo soy de la capital. La gran ciudad. Pero hace demasiado tiempo que la abandoné. Ahora me siento un poco de todas partes.

—Qué peliculero suena eso… —bromeó ella. Abril observó el antebrazo del joven. La parte interior del mismo mostraba un tatuaje. Eran unos extraños símbolos que desconocía—. ¿Qué significan esos dibujos de tu brazo?

—Es tailandés. Significa: «saltar al vacío».

—Suena a que hay una gran historia detrás —añadió ella.

—La hay, te lo aseguro.

—Bueno, me preguntas por mi tatuaje y ni siquiera nos hemos presentado.

—Soy Abril. —Ya lo suponía. Tu amigo se ha encargado de gritarlo unas cuantas veces —añadió él intentando quitar hierro al asunto. Recordar aquel episodio no le hizo demasiada gracia a su compañera de viaje. Consciente de ello, el conductor se disculpó —: Lo siento, solo quería quitarle dramatismo a todo ese tema. Yo soy Gus, encantado.

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