Escaleno (I)

Ese día no me quería ir de la oficina. Pero el payaso de mi jefe trabajaba duro para que pareciésemos la empresa más moderna y atractiva del mundo. Y, para ello, no podíamos salir tarde. A las seis tenía que estar todo el mundo cruzando la puerta. Si había que trabajar en casa, no era su problema. «Cada uno en su tiempo libre puede hacer lo que considere. Pero aquí cumplimos los horarios», solía repetir, mientras mostraba las carillas que cubrían sus dientes. Como buen líder, era el abanderado del movimiento reformista. Se paseaba por la oficina vistiendo vaqueros, zapatillas, camisetas ajustadas, americanas de fantasiosos estampados y con unas gafas de pasta que no le hacían ningún favor. Además, nos pedía que le llamásemos Tony —seguramente, Antonio José, no le resultase demasiado moderno— y estaba terminantemente prohibido hablarle de usted. En realidad, me daba lástima. No debía ser fácil querer ser joven y moderno cuando las arrugas se apoderan de ti. Pero no todo quedaba en el aspecto físico. A pesar de la riqueza de nuestro idioma, nos pasábamos el día hablando de slides, calls, briefings y mails. Un estúpido código para ser más pros. O, al menos, parecerlo. Cada vez me costaba más soportar tantas tonterías. Aunque justo ese día, aquel espacio minimalista con las paredes llenas de post-its era el mejor refugio con el que contaba.
Metí mis cosas en la mochila y salí de la oficina. Aún quedaban casi dos horas para mi cita con Poncho y Álvaro: mis amigos de toda la vida. Tras casi tres meses sin vernos, era el momento de sentarnos alrededor de una mesa y ponernos al día. Antes de dirigirme al lugar de encuentro, caminé despacio por los aledaños de la oficina. Era una zona céntrica, de aceras anchas y repleta de tiendas. En mi camino, me crucé con muchos ejecutivos. Uno de ellos llamó mi atención. No tendría más de cuarenta años y paseaba junto a su hijo. Observaba como sostenía la mano del pequeño y hablaba con él. Puede que estuviese preguntándole por las clases. A lo mejor, hablaban sobre lo que iban a cenar. O, quizás, estuviese adoctrinándole; diciéndole qué debía ser de mayor. Aquella escena me recordó mucho a mi infancia. Y a mi padre. Durante años, mi único objetivo había sido hacerle feliz, cumplir sus sueños. Dejarle vivir a través de mí. Pero ahora que estaba solo, nada tenía sentido.

Fui el primero en llegar al Escaleno. Durante años, había sido nuestro bar, nuestro lugar de encuentro. A día de hoy, sentía que era lo único que no había cambiado entre Álvaro, Poncho y yo. Pedí una cerveza y esperé sentado en una mesa de la terraza a que llegasen mis amigos. Apenas había dado un par de sorbos a mi bebida cuando apareció Poncho sobre una bicicleta y con su guitarra a la espalda. Dejó la bici junto a la mesa y, antes de sentarse, se descolgó la enorme funda que protegía el instrumento, abrió la cremallera y sacó un pequeño paquete envuelto en varias capas de papel. Me lo entregó.
—Para ti, Elías.
—¿Y esto? —pregunté, curioso.
—Un detallito. Sé que hoy no es un día fácil. Además, hace semanas que me lo habías pedido —dijo, dedicándome una cálida sonrisa.
—Mil gracias, tío. —Me levanté del asiento y lo abracé. Cuando nos separamos, aproveché para guardar el regalo en la mochila. Poncho se acomodó en una de las sillas, se sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la sudadera y comenzó a liarse un cigarro. En silencio, le observé mientras daba forma al pitillo. Llevaba el pelo tan largo como de costumbre pero diría que su barba estaba mucho más espesa.
Álvaro llegó quince minutos más tarde de la hora fijada. Bajó, elegantemente vestido, de un vehículo con conductor mientras hablaba por teléfono. Se acercó con paso decidido hasta nuestra mesa. Y, desde una distancia prudencial, nos hizo señas para indicar que se uniría a nosotros en unos segundos. Después de dar varias vueltas sobre sí mismo, colgó, nos saludó y se sentó con nosotros.
—Perdonad el retraso. No sabéis que jaleo tengo en el curro últimamente. Me he tenido que escapar para venir.
—No te preocupes —dije. Álvaro siempre llegaba tarde. Él era así. No necesitaba disculparse con nosotros, le queríamos tal y como era, pero aún así siempre justificaba sus retrasos.
—Tranqui, todo bien —añadió Poncho, antes de dar una calada al cigarro.
—¿Atienden fuera hoy? A ver si veo al camarero y le pido un vinito… —sacó de su americana un dispositivo compuesto de una petaca con una pequeña pantalla digital y lo que parecía una enorme boquilla. Comenzó a aspirar del aparato. Segundos después, expulsó una enorme bocanada de vapor.
—¿Tú no habías dejado de fumar? —preguntó Poncho.
—Y lo he dejado. Esto no es tabaco. Técnicamente, vapeo.
No pude contener la risa.
—¡Qué sinvergüenza eres, Alvarito! —añadió Poncho—. Vamos, que eres incapaz de quitarte y te has comprado el bichejo ese para soportar el mono…
—Es más sano. —El camarero pasó al lado de nosotros. Álvaro aprovechó para pedirle una copa de Rioja.
—Al final, de una manera u otra os estáis metiendo mierda. No os engañéis —añadí—. ¿Qué tal Ana? Hace mucho que no hablas de ella o mandas fotos de los dos por el grupo… —Justo en ese momento, Poncho dio un largo trago a su cerveza e hizo un gesto al camarero para que le trajese otra.
—Últimamente, no nos vemos mucho. Ya sabéis, está liadísima con el nuevo proyecto este de las dietas y comida sana que ha montado con sus primas. Están muy motivadas con eso.
—¿Les va bien?
—Parece que sí…
—A ver cuándo os vais a vivir juntos, ¿no?
—Cree el ladrón que todos son de su condición… —apuntó Poncho, dedicándome una sonrisa burlona.
—Ya sabes lo clásicos que son nuestros padres. Sin boda, es bastante jodido que Ana y yo vivamos juntos.
—Igual toca casarse.
—Aún no es el momento, Elías.
—Macho, no seas pesao. Que haga lo que quiera. Es su vida. Ya sabrá el chaval cómo se organiza. —El camarero puso sobre la mesa la copa de vino de Álvaro y la cerveza de Poncho.
—No sé, me parece buena chica. A Nati le cae de puta madre. Pero hace mogollón que no das noticias de Ana… ¿Tú te escribes con ella? —le pregunté a Poncho.
—¿Yo? ¿Para qué iba a hablar con ella? —Parecía ofendido por mi pregunta.
—No sé, en el colegio os llevabais muy bien.
—Y después. Siempre habéis tenido muy buena relación —apuntó Álvaro.
—Sí, pero no sé. Las cosas cambian. Cada uno vamos escogiendo nuestro camino…Y Ana y yo somos muy diferentes.
—Eso no hace falta que lo jures —dijo Álvaro, antes de dar un sorbo a su copa de vino—. Por cierto, Poncho, ¿cómo va el tema curro? ¿Has encontrado ya algo?
—Sigo tocando en el bar, me da para sobrevivir. Pero de trabajo, así de lo mío, aún nada. Ando un poco de aquí para allá con cosillas para sacar dinero. Aunque lo gordo, gordo, me lo saco con la guitarra.
—Bueno, paciencia que todo llega… —afirmó Álvaro, con la intención de animarle.
—Sí, tío, tú no desistas que algo saldrá —añadí—. Oye, ¿os apetece picar algo?
—Yo me acabo el vino y me marcho a casa. He prometido a mis padres que cenaría con ellos.
—Joder, Álvaro, para un día que nos vemos… ¿Tú te animas, Poncho?
—Venga, no creo que me arruine por cenar algo contigo —bromeó.
Veinte minutos más tarde, Álvaro pagó su consumición y nos abandonó mientras esperábamos una ración de huevos rotos y unas croquetas. Tras despedirse de nosotros, sacó el móvil de la americana y bajó la calle mirando la pantalla del dispositivo. Seguramente, estaría avisando a su madre de que estaba en camino.
Cuando nos trajeron los platos, el teléfono de Poncho comenzó a vibrar. Pude ver como la expresión de su rostro cambiaba al observar la pantalla.
—Elías, tío, me vas a matar, pero tengo que irme. Ha… habido un malentendido… con los horarios en el bar y… me toca entrar antes.
«Y, ahora, ¿qué hago yo solo con toda esta comida?», pensé. Aunque molesto, traté de ser comprensivo con él: —No te preocupes. El curro, lo primero.
—Ya me dices cuánto es todo y te lo pago el próximo día, ¿vale?
Nos despedimos. Poncho salió pedaleando a toda velocidad con su guitarra colgada al hombro. Le pedí al camarero que me pusiese la comida para llevar.
Después de pagar la cuenta, caminé desde Escaleno hasta mi piso. No era un paseo demasiado largo. Al llegar, me encontré a Natalia recostada en el sofá ojeando su teléfono móvil. De fondo, tenía puesta en la televisión una nueva serie sobre adolescentes.
—Hola, Eli —saludó— ¿Qué tal el día?
—Bien, vengo de estar con estos. Traigo cena.
—¡Qué bien! —contestó sin apartar la vista del dispositivo.
Dejé la mochila del trabajo colgada de una de las sillas del salón. Llevé la comida a la cocina y fui a la habitación a ponerme ropa cómoda. Natalia se ocupó de calentar en el microondas los huevos rotos y las croquetas. Para algunas cosas, era muy maniática. Y, comer frío, era una de las cosas que más odiaba. Colocamos los platos sobre la mesa y nos sentamos en el sofá para cenar.
—Estaba viendo esto, pero si quieres, ponemos otra cosa…
—No te preocupes, está bien.
—Por cierto, llevo todo el día dándole vueltas, ¿no era hoy el aniversario de lo de tu padre?
—Voy a por el agua que se me ha olvidado en la cocina.
Dos capítulos después, Natalia se quedó frita sobre mi hombro. La desperté acariciándole la mejilla y le dije que se fuese a la cama. Me dio un beso y abandonó el salón bostezando. Recogí las sobras y fregué los platos en la cocina. Al volver al salón, descolgué de la silla la mochila y me senté en el sofá de nuevo con ella sobre mi regazo. Saqué el paquete que me había dado Poncho. Lo desenvolví cuidadosamente. El contenido desprendía un olor intenso. Me lo acerqué a la nariz e inspiré profundamente. Después lo dejé sobre la mesa y me dirigí al aparador sobre el que estaba colocada la televisión. Abrí uno de los cajones. Debajo de varias carpetas, papeles del piso y material de papelería, encontré lo que buscaba: una cajetilla de tabaco rubio, papel de liar y un mechero. Saqué las tres cosas, cogí el paquete que había dejado sobre la mesa y me dirigí a la pequeña terraza de la cocina. Tras mezclar el tabaco y la marihuana, envolví el contenido en uno de los papeles del librillo y puse un trozo de un cigarrillo a modo de filtro. Comencé a fumar. Poco a poco, notaba cómo el humo llenaba mis pulmones, silenciaba mis pensamientos y vaciaba todo el dolor de mi corazón.
