Antologías

Escaleno (II)

Iba muy justo de tiempo. Era imposible terminar todo el trabajo antes de irme, pero no me gustaba dejar las cosas a medias. Normalmente salía tarde, pero con la satisfacción de haber alcanzado los objetivos propuestos. Me había acostumbrado a ello, llevaba más de dos años trabajando en el bufete. Estaba bien valorado y ganaba un sueldo más que decente. Aunque nadie me había regalado nada. Para lograrlo, pasé años cerrando bibliotecas, rechazando planes e incluso sobreviviendo solo en el extranjero. Aguanté todo aquello a cambio de conseguir mi objetivo: ser el mejor en mi profesión.

Sin embargo, aquel día era diferente. Quizás, Elías pensaba que no me acordaba, pero sabía perfectamente que era el aniversario de la muerte de su padre. Por eso, no puse problemas cuando, tres días atrás, Poncho planteó que nos viésemos aquella tarde en el Escaleno.

Antes de irme, mientras organizaba los papeles que tenía sobre mi mesa en busca de un poco de orden, David, un becario que llevaba dos meses trabajando con nosotros, entró en mi despacho.

—Álvaro, te traigo los documentos que me habías pedido esta mañana…

—Muchas gracias. Déjamelos en la mesa —le pedí mientras apagaba el ordenador y las dos pantallas con las que trabajaba. Él, obediente, avanzó hasta alcanzar mi escritorio. Depositó sobre él la carpeta con el logo del bufete que protegía su trabajo y, después, retrocedió un par de pasos. Una vez apagado el ordenador, levanté la vista. Me estaba observando fijamente, como si esperase alguna señal. Tras unos segundos aguantándole la mirada, tomó la iniciativa para acabar con aquella incómoda situación.  

—Álvaro, ¿necesitas algo más?

—Solo una cosa… —respondí. Antes de añadir nada, le rodeé lentamente sin perder el contacto visual, me dirigí a la puerta de mi despacho, cerré por dentro y eché la persiana.

Dejé a David solo en el bufete. Le pedí ayuda con una de las tareas que había dejado a medias por asistir a mi cita. El chaval tenía demasiado trabajo, era consciente de ello. Pero no me sentía mal por darle más. Todos habíamos empezado así. Si quería llegar a ser alguien en la firma, debía dejarse la piel para conseguirlo.

Esperé al coche apoyado en el robusto forjado que protegía la puerta del edificio. Me gustaba estirar las piernas al salir del trabajo, me relajaba, pero al entretenerme con David, se me había echado el tiempo encima. Cuando llegó el conductor, subí al asiento trasero y, tras saludarle educadamente, me refugié en mi teléfono móvil. Revisé las conversaciones pendientes. Tenía acumulados muchos mensajes de grupos silenciados y una nota de voz de Ana. Borré la conversación sin molestarme en escuchar el último audio. Después de estar saliendo desde los dieciséis años, habíamos decidido dejarlo hacía ya casi tres meses. Inesperadamente, a partir de ese momento comencé a disfrutar, sin remordimientos, de una nueva versión de mí mismo. No quería que Ana volviese a mi vida. No quería que me bloquease de nuevo.

El único problema de todo esto era que aún no había comentado con nadie el tema de la ruptura. Ya llegaría el momento. Me gustaba demasiado hacer las cosas bien y, para ello, era necesario reflexionar sobre el mejor modo de abordar la situación antes de lanzarme al vacío. Daba vueltas al tema mientras observaba por la ventanilla a los numerosos taxis vacíos que recorrían junto a mi coche la amplia avenida por la que circulábamos. De repente, mi teléfono empezó a sonar. Era mi madre. Descolgué.

—Hola, mamá.

—¿Qué tal, hijo? ¿Sigues en la oficina? A ver si llegas hoy a cenar…

—Acabo de salir. Ahora, he quedado con Elías y Álvaro.

—Ah, muy bien. Es que como últimamente vienes tan tarde… Ya nunca sé. Pero haces bien desconectando un poco.

—Sí.

—Oye, y ¿llegas para cenar en casa?

—Lo voy a intentar. —Estaba llegando al Escaleno.

—Venga, así cenamos todos juntos. —Mi madre comenzó a hablar con alguien al otro lado de la línea. Unos segundos más tarde, volvió a nuestra conversación—. Perdona, Álvaro, es que los mellizos están insoportables, no están estudiando nada. Ya verás tú que no aprueban el curso. A ver si esta noche les metes un poco en vereda. Ya sabes que eres un ejemplo para ellos.

—Es la edad, mamá. Tú no te preocupes. —El coche se paró. Me despedí del conductor y bajé. Pude ver a Elías y Poncho sentados en una de las mesas de la terraza.

—La edad y lo que tú quieras, pero me tienen harta. Además, tu hermana, todo el día por ahí, liadísima con la universidad, dice…y yo necesito un poco de ayuda, que sabéis que tengo a la chica de baja. —Indiqué a mis amigos con un gesto que me uniría a ellos enseguida. Comencé a dar vueltas sobre mí mismo.

—Bueno, mamá, que…

—Por cierto, tu padre quería contarte no sé qué historia de unos señores que ha conocido en la Embajada de…

—Mamá, tengo que dejarte, que acabo de llegar.

—Vale, vale. Ya te comentará él después el tema.

—Hasta luego. —Colgué antes de que continuase enrollándose.

Me acerqué a la mesa en la que se encontraban mis amigos.

—Perdonad el retraso. No sabéis que jaleo tengo en el curro últimamente. Me he tenido que escapar para venir.

—No te preocupes —respondió Elías.

Tranqui, todo bien —añadió Poncho, antes de dar una calada a su cigarro.

—¿Atienden fuera hoy? A ver si veo al camarero y le pido un vinito… —añadí, incorporándome a la reunión. Saqué de mi americana el vapeador, lo encendí y le di una calada.

—¿Tú no habías dejado de fumar?—preguntó Poncho.

—Y lo he dejado. Esto no es tabaco. Técnicamente, vapeo.

—¡Qué sinvergüenza eres, Alvarito! —añadió Poncho—. Vamos, que eres incapaz de quitarte y te has comprado el bichejo ese para soportar el mono…

—Es más sano —respondí, sin demasiadas ganas de discutir sobre el tema. El camarero pasó a nuestro lado. Aproveché para pedirle una copa de Rioja.

—Al final, de una manera o de otra os estáis metiendo mierda. No os engañéis. —Odiaba cuando Elías nos daba sermones—. ¿Qué tal Ana? —Así, de golpe, llegó la temida pregunta—. Hace mucho que no hablas de ella o mandas fotos de los dos por el grupo… —Evité el contacto visual con Elías mientras pensaba una respuesta creíble. Justo en ese momento, Poncho dio un largo trago a su cerveza e hizo un gesto al camarero para que le trajese otra.

—Últimamente, no nos vemos mucho. Ya sabéis, está liadísima con su nuevo proyecto este de las dietas y comida sana que ha montado con sus primas. Están muy motivadas con eso.

—¿Les va bien?

—Parece que sí…

—A ver cuándo os vais a vivir juntos, ¿no? —No entendía por qué Elías estaba siendo tan incisivo.

—Cree el ladrón que todos son de su condición… —bromeó Poncho.

—Ya sabes lo clásicos que son nuestros padres. Sin boda, es bastante jodido que Ana y yo vivamos juntos.

—Igual toca casarse. —«¿Puedes parar ya de meterte en mi vida, por favor?», pensé. Seguramente, no había sido un día fácil para él, pero yo no tenía la culpa. Decidí contenerme y no soltarle un corte:

—Aún no es el momento, Elías.

—Macho, no seas pesao. Que haga lo que quiera. Es su vida. Ya sabrá el chaval cómo se organiza. —El camarero puso sobre la mesa mi copa de vino y la cerveza de Poncho.

—No sé, me parece buena chica. A Nati le cae de puta madre—«Enhorabuena, que se case tu novia con ella, entonces», contesté para mí. —Pero hace mogollón que no das noticias de Ana… —Me estaba poniendo muy nervioso—. ¿Tú te escribes con ella? —preguntó mirando a Poncho.

—¿Yo? ¿Para qué iba a hablar con ella? —Me extrañó la respuesta. Parecía ofendido por la pregunta.

—No sé, en el colegio os llevabais muy bien.

—Y después. Siempre habéis tenido muy buena relación —corroboré. Era consciente de que mantenía con Ana una relación muy estrecha. De hecho, quizás él supiese que habíamos roto.

—Sí, pero no sé. Las cosas cambian. Cada uno vamos escogiendo nuestro camino. Ana y yo somos muy diferentes… —Al oír su respuesta, descarté que supiera la verdad. Era demasiado atrevido, no hubiera tenido problema en ponerme contra las cuerdas.

—Eso no hace falta que lo jures —respondí, antes de dar un sorbo a la copa de vino—. Por cierto, Poncho, ¿cómo va el tema curro? ¿Has encontrado ya algo? —No quería agobiarle, pero necesitaba cambiar de tema. En la mesa, él era el rival más débil.

—Sigo tocando en el bar, me da para sobrevivir. Pero de trabajo, así de lo mío, aún nada. Ando un poco de aquí para allá con cosillas para sacar dinero. Aunque lo gordo, gordo, me lo saco con la guitarra.

—Bueno, paciencia que todo llega… —dije, con la intención de animarle.

—Sí, tío, tú no desistas que algo saldrá —añadió Elías—. Oye, ¿os apetece picar algo?

—Yo me acabo el vino y me marcho a casa. Prometí a mis padres que cenaría con ellos. —Ya había cumplido. No quería más interrogatorios.  

—Joder, Álvaro, para un día que nos vemos… ¿Tú te animas, Poncho?

—Venga, no creo que me arruine por cenar algo contigo —bromeó.

Como había prometido, al terminar el vino, pagué y me marché. Cuando estaba a una distancia prudencial de mis amigos, saqué el móvil. Tenía dos notas de voz de Ana. Otra vez ella. Las borré sin ni siquiera escucharlas. No quería echarle la culpa pero, en cierto modo, había arruinado el encuentro con mis amigos. ¿Solo podían hablar conmigo sobre novias, bodas y cosas así? ¿De verdad creían que mi vida era solo eso? Estaba ya cansado. ¿No podían ver algo más en mí que al joven exitoso, emparejado y perteneciente a una idílica familia numerosa de clase alta? Lo sentía mucho por Elías, pero no aguantaba más allí. Necesitaba alejarme y dejar de interpretar aquel papel. Aunque tuviese las horas contadas, iba a aprovechar la oportunidad. Busqué el teléfono de David en la agenda de contactos. Le debía una disculpa. No era justo haberle enredado así. Y, menos aún, con una tarea que no era urgente. Todo por mantenerlo en la oficina entretenido mientras yo quedaba con mis amigos. Quería pedirle perdón y tener un detalle con él. Pensé unos segundos si era mejor escribir un mensaje o llamar. Decidí llamar. Después de cinco toques, cuando estaba apunto de colgar, respondió:

—Dime, Álvaro.

—¿Qué tal vas con lo que te encargué, señor? ¿Muy liado?

—Ya casi está. En breve salgo.

—¡Vaya máquina! —Había pasado tan solo una hora desde que le dejé en la oficina. No pensé que tardaría tan poco—. ¿Te apetece tomar una copa de recompensa? Te la mereces, tío. —Había bajado todas las barreras jerárquicas que nos separaban. Tenía que hacerlo si quería que entendiese por dónde iba.

—No me vendría mal desconectar, la verdad… —respondió, más relajado. 

—¿Qué me quieres decir con eso? Porque igual una copa no es suficiente entonces… —Pude notar como se reía, cómplice, al otro lado de la línea—. Si quieres nos ahorramos la copa y nos vemos en el hotel de siempre.

—Ese plan suena aún mejor.

—Voy a coger una habitación. Te espero allí.

Al colgar, antes de hacer la reserva, escribí un mensaje:

«Mamá, al final no llego para cenar. Me vuelvo a la oficina. Tengo un asunto urgente que resolver. Llegaré tarde. No me esperes despierta».

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