Antologías

Escaleno (III)

Cada vez me fusilaban más el coco ese tipo de reuniones. Pero asistir de vez en cuando a un estudio de mercado me daba un dinerito extra que no podía rechazar. Aquella tarde, me tocó hablar sobre jabones y geles de ducha. Dos horas charlando con extraños sobre mis hábitos de higiene agradecidas con cincuenta euros en efectivo. Todo muy entretenido. Estoy convencido de que se sorprendieron al verme entrar por la puerta. Igual esperaban a alguien diferente. No era mi culpa. Si buscaban menores de treinta años, laboralmente activos y con estudios universitarios, encajaba. Problema suyo si no eran capaces de centrar el tiro. Que se lo currasen más si no querían que se colasen tíos como yo. Igual Elías o Álvaro hubieran sido mejores fichajes.

Mis amigos y yo teníamos perfiles similares, aunque distintos al mismo tiempo. A diferencia de ellos, al terminar el colegio, me tomé la carrera como un mero trámite a seguir para contentar a mis padres y comprar mi libertad. Mi sueño distaba bastante de las aspiraciones que intentaron inculcarnos en el colegio. Yo quería vivir de la música. Sabía que no era fácil, pero hice todo lo posible para conseguirlo. Para ello, compaginé durante años estudios y curro —fui pizzero, camarero en un catering, cuidador de animales, reponedor en un supermercado,  promotor en unos grandes almacenes, e incluso relaciones públicas de un salón de juego—. Necesitaba la pasta, cómo la consiguiese, era lo de menos. Lo principal era no pedir nada en casa y poder dedicar el máximo tiempo posible a la música. Eso lo justificaba todo. Mi tiempo libre lo dedicaba por completo a componer y perfeccionar mis dotes musicales. Y así sobreviví durante años, encadenado en cierto modo a mi papel como hijo, en un régimen mediopensionista donde abundaban más los silencios que las respuestas.

Mi último curro fijo era como solista en un café espectáculo. Me encantaba. Cuatro noches a la semana, durante dos horas y media, cantaba acompañado de mi guitarra temas clásicos de los grandes. De vez en cuando, me permitían colar alguna que otra canción mía, de las acumuladas durante años en un caótico cuaderno con nombre de mujer. No podía estar más agradecido a Ana. Ella había sido la encargada de recomendarme al dueño del local, un viejo conocido de su familia.

Estuve unos minutos esperando al Trajas en la entrada del edificio donde tuve la reunión. Era un antiguo compañero de la pizzería que había mejorado su calidad de vida gracias a los ingredientes extra que incluía en algunos de sus envíos. Él era quien me entregaría el regalito que tenía preparado para Elías. Había ignorado su último encargo durante semanas. No me gustaba que se refugiase en estas mierdas para tirar hacia adelante. Él valía mucho más que todo eso. Pero ese día no podía negarle su derecho al pataleo.

Saqué mi móvil del bolsillo y entré en la agenda de contactos. Observé el primero de los nombres que aparecía en el listado: Ana. Aquel día era de Elías, pero no pude evitar acordarme de la importante cita que tenía ella hoy. Decidí pulsar el botón. Comunicaba. Antes de guardar el teléfono, Trajas apareció sobre una de las motos de la pizzería. Sin ni siquiera bajarse, me entregó un pequeño paquete envuelto en varias capas de papel que guardaba en su cazadora. Le di el dinero. Lo contó rápidamente, se despidió haciendo un gesto con la mano y continuó su marcha.

Guardé el paquete en la funda de la guitarra. Cogí la bici, amarrada a pocos metros de mí, y fui al Escaleno. Cuando llegué al bar, me encontré con Elías. Estaba tomándose una cerveza en en la terraza. Dejé la bici junto a la mesa y, antes de sentarme, me descolgué la guitarra, abrí la cremallera de la funda, saqué el paquete y se lo entregué.

—Para ti, Elías.

—¿Y esto?—preguntó, curioso. 

—Un detallito. Sé que hoy no es un día fácil. Además, hace semanas que me lo habías pedido.

—Mil gracias, tío. —Elías se levantó del asiento y me abrazó. Al separamos, guardó el regalo en su mochila. En ese momento, yo me acomodé en una de las sillas, saqué el paquete de tabaco del bolsillo y me lié un cigarro.

Álvaro llegó tarde. Bajó, elegantemente vestido, de un coche negro mientras hablaba por teléfono. Se acercó con paso decidido hasta nuestra mesa. Y, desde una distancia prudencial, hizo un gesto para indicar que se uniría a nosotros en breve. Después de dar varias vueltas sobre sí mismo, colgó, nos saludó y se unió al encuentro.

—Perdonad el retraso. No sabéis que jaleo tengo en el curro últimamente. Me he tenido que escapar para venir.

—No te preocupes —dijo Elías.

Tranqui, todo bien —añadí. Estaba bastante nervioso. ¿Le habría contado algo Ana de lo suyo?

—¿Atienden fuera hoy? A ver si veo al camarero y le pido un vinito… —sacó de su americana un aparato con pinta de cachimba portátil. Comenzó a aspirar. Segundos después, expulsó una enorme bocanada de vapor.

—¿Tú no habías dejado de fumar? —pregunté.

—Y lo he dejado. Esto no es tabaco. Técnicamente, vapeo. —Elías no pudo contener la risa ante su comentario.

—¡Qué sinvergüenza eres, Alvarito! —añadí—. Vamos, que eres incapaz de quitarte y te has comprado el bichejo ese para soportar el mono…

—Es más sano. —El camarero pasó a nuestro lado. Álvaro aprovechó para pedirle una copa de Rioja.

—Al final, de una manera o de otra os estáis metiendo mierda. No os engañéis —añadió Elías—. ¿Qué tal Ana? —preguntó—. Hace mucho que no hablas de ella o mandas fotos de los dos por el grupo… —Evité el contacto visual con mis dos amigos. Me centré en mi cerveza y le di un trago tan largo que acabé con ella del tirón. Después, le hice un gesto al camarero para que me trajese otra.

—Últimamente, no nos vemos mucho. Ya sabéis, está liadísima con su nuevo proyecto este de las dietas y comida sana que ha montado con sus primas. Están muy motivadas con eso.

—¿Les va bien?

—Parece que sí…

—A ver cuándo os vais a vivir juntos, ¿no?

—Cree el ladrón que todos son de su condición… —añadí. Alguien tenía que cortar la tensión que percibía que estaba causando el cuestionario en Álvaro.

—Ya sabes lo clásicos que son nuestros padres. Sin boda, es bastante jodido que Ana y yo vivamos juntos.

—Igual toca casarse.

—Aún no es el momento, Elías…

—Macho, no seas pesao. Que haga lo que quiera. Es su vida. Ya sabrá el chaval cómo se organiza. —En ese momento, el camarero puso sobre la mesa la copa de vino y mi cerveza. Estaba claro que Álvaro no iba a anunciar aquella tarde su ruptura con Ana. Y yo debía respetar su decisión.

—No sé, me parece buena chica. A Nati le cae de puta madre. Pero hace mogollón que no das noticias de Ana… ¿Tú te escribes con ella? —me preguntó Elías.  

—¿Yo? ¿Para qué iba a hablar con ella? —responder a una pregunta con otra siempre me había parecido de cobardes, pero peor era mentir.  

—No sé, en el colegio os llevabais muy bien.

—Y después. Siempre habéis tenido muy buena relación —apuntó Álvaro. «Cabrón, ya podías echarme un cable que yo te he ayudado», pensé.

—Sí, pero no sé. Las cosas cambian. Cada uno vamos escogiendo nuestro camino…Y Ana y yo somos muy diferentes. —Todo un clásico, lo sé, pero no se me ocurrió una respuesta mejor. No quería descubrirla. Y menos aún cuando Álvaro no había sido capaz de decir que no estaban juntos.

—Eso no hace falta que lo jures —dijo Álvaro, antes de dar un sorbo a su copa de vino—. Por cierto, Poncho, ¿cómo va el tema curro? ¿Has encontrado ya algo?

—Sigo tocando en el bar, me da para sobrevivir. Pero de trabajo, así de lo mío, aún nada. Ando un poco de aquí para allá con cosillas para sacar dinero. Aunque lo gordo, me lo saco con la guitarra.

—Bueno, paciencia que todo llega… —afirmó Álvaro, con la intención de animarme. Ojalá pudiese llegar a entender que yo era más feliz así que ocupando un cómodo butacón en un despacho con vistas.

—Sí, tío, tú no desistas que algo saldrá —añadió Elías—. Oye, ¿os apetece picar algo?

—Yo me acabo el vino y me marcho a casa. Prometí a mis padres que cenaría con ellos.

—Joder, Álvaro, para un día que nos vemos… ¿Tú te animas, Poncho?

—Venga, no creo que me arruine por cenar algo contigo.  

Veinte minutos más tarde, Álvaro pagó su consumición y nos abandonó mientras esperábamos la cena. Tras despedirse, sacó el móvil de la chaqueta y bajó la calle mirando la pantalla del dispositivo. ¿Estaría escribiéndose con Ana? Igual ella había decidido contarle toda la verdad.  

Cuando nos trajeron los platos que habíamos pedido, mi teléfono comenzó a sonar. Lo saqué de la sudadera y leí el mensaje que aparecía en la pantalla: «Tenemos que hablar. ¿Puedes venir a casa?». Lo sentía mucho por Elías, sabía que hoy me necesitaba allí, pero no podía ignorar aquel mensaje.  

—Elías, tío, me vas a matar, pero tengo que irme… Ha habido… un malentendido con los horarios…en el bar. Y… me toca entrar antes.

—No te preocupes. El curro, lo primero.

—Ya me dices cuanto es todo y te lo pago el próximo día, ¿vale? —prometí.

Le di un abrazo para despedirme. Me colgué la guitarra al hombro y salí pedaleando a toda velocidad del Escaleno.

Conocía el camino de memoria. Los últimos tres meses, había visitado aquella urbanización más de lo que hubiera soñado nunca. Crucé el portal principal caminando con mi bici al lado. Saludé al vigilante de seguridad, ubicado tras un enorme mostrador de madera, y me dirigí a la puerta de su bloque. Llamé al telefonillo.

—¿Sí? —preguntó una voz femenina al otro lado.

—Soy yo —respondí.

—Espérame en el jardín, bajo en dos minutos. —Obediente, acomodé mi bici contra la fachada de su portal y esperé a que llegase.

Tardó más de dos minutos en bajar. Pero como siempre, la espera mereció la pena. Iba envuelta en una enorme chaqueta de lana para protegerse del frío. Estaba preciosa.

—¿Qué tal estás, Ana? —pregunté mientras me acercaba a ella con la intención de darle un beso. Procurando no ser brusca, se apartó para evitar el contacto.

—Bien.

—¿Qué tal fue el medico? ¿Quién te acompañó?

—Fui sola.

—Pensaba que irías con tu madre.

—Ese era el plan. Pero al final no pudo ser. Mejor así.

—¿Qué te han dicho?

—Nada que no me esperase…

—Oye, sabes que estoy aquí para lo que necesites, ¿verdad? Esto es cosa de los dos…

—No, Poncho. Esto es cosa mía.

—Bueno, creo que algo tengo yo que ver… —bromeé.

—Justo de eso quería hablarte. No podemos seguir con esto… ha sido un error.  

—¿Cómo? —pregunté, sorprendido.

—Poncho, por favor, no me lo pongas más difícil, anda. Sabes que yo te tengo muchísimo cariño, pero te quiero de otra manera… —Unas finas lágrimas empezaron a cubrir sus mejillas.

—No me jodas, Ana, después de estos meses… ¿Es que lo nuestro no ha significado nada para ti?

—Álvaro es tu amigo. Y él debe ser el padre de este niño. Te agradecería que…

—¿Estás de broma verdad?

—Poncho, por favor…

—¡Ni por favor, ni pollas! Es que no me puedo creer lo que estás haciendo… Siempre igual, siempre igual… ¿Tan mal te parezco? —Incapaz de mirarme a los ojos, se cubrió la boca con las manos, escondidas bajo las enormes mangas de la chaqueta—. ¿No te das cuenta de que él nunca te va a querer como te quiero yo? —Ni siquiera se molestó en responder. Mirando al suelo, se secó las lagrimas y, sin añadir nada más, se dio media vuelta y entró en su portal.

La impotencia se apoderó de mí. Era incapaz de reaccionar. Quería romper aquella puerta hortera, correr detrás de ella y no dejarla escapar. Pero no puede. Sus palabras me habían golpeado con tanta fuerza que me habían dejado completamente paralizado. No podía creerlo. Volvía a darme la patada. Y Álvaro ganaba, otra vez, como cuando teníamos dieciséis años.

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