Relatos

Sayón

El sayón estaba frente a su enemigo, jadeando, con las manos llenas de sangre. Todo estaba muy oscuro, pero aún podía oír la música procedente del gimnasio, al otro lado del patio, donde se estaba celebrando la fiesta de Carnaval del colegio. Se quitó la máscara que ocultaba su identidad y cubrió con ella la cabeza de su víctima. Después, cogió la mochila de ruedas, abandonada en el suelo antes de la pelea y la arrastró hacia la salida. Estaba aliviado. Por fin se había hecho justicia.

Entró en el edificio principal y recorrió la amplia galería que conectaba el patio con la entrada del colegio. A pocos metros de la portería, se topó con un enorme mural. Era una pieza colaborativa, llena de dibujos y frases rotuladas en llamativos colores, fruto de un nuevo compromiso adoptado por el colegio. Servía a los estudiantes para escribir, de manera voluntaria, mensajes en contra del acoso escolar y denunciar situaciones violentas vividas en el centro. En él, había escritos de todo tipo. Desde críticas a algún alumno de primaria que no quiso compartir su balón hasta relatos sobre la mala convivencia o peleas entre los alumnos más mayores. De manera anónima, todo el que quisiera, podía participar escribiendo un mensaje e introduciéndolo en el buzón colocado junto al panel donde se exponían las denuncias.

Tras leer con atención todos los textos publicados, el sayón se sentó en el suelo junto a la mochila de ruedas. La abrió, cogió un cuaderno al azar y un bolígrafo del estuche. Empezó a pasar páginas y, cuando dio con el bloque de hojas en blanco, comenzó a escribir un mensaje.

Al día siguiente, Magdalena llegó antes de tiempo al colegio. Solía ir en moto, pero esa mañana decidió coger el coche para llevar la caja fuerte con el dinero recaudado durante la fiesta de Carnaval. Tras aparcar en una de las plazas reservadas para el personal del centro, cogió el bolso y las carpetas que había dejado en el asiento del copiloto. Salió del coche y sacó el dinero del maletero. Alegremente, subió las escaleras, cargando con todas sus cosas, hasta la entrada principal. Al llegar, pidió ayuda a una mujer que se encontraba barriendo al otro lado de la puerta.

—¡Mil gracias, Manoli! —agradeció, al cruzar el umbral.

—Nada, hija, para eso estamos. ¿Qué tal fue la colecta?

—Ahora me pongo a ello… pero tiene muy buena pinta —respondió, orgullosa.

—Menos mal que no todo son malas noticias.

—¿Por qué dices eso?

—¿No lo sabes? Ha parecido inconsciente un chico al lado de los contenedores… —Magdalena, boquiabierta, escuchó con atención a la mujer—. Estaba lleno de sangre. Se ve que iría bebido, tendría alguna pelea o algo y se cayó ahí redondo… Desde primerísima hora hemos tenido aquí el pollo montado. Ambulancia, policía… ¡Imagínate!

—Qué me estas contando…

—El chaval no se acuerda de nada. Ni siquiera por qué llevaba puesta una máscara, así como de verdugo. Menos mal que todo ha quedado en un susto.

—No me lo puedo creer…

—Sí, sí, como te lo cuento. Además, cómo me dejaron el gimnasio, ¿eh? Están hechos unos salvajes. Menos mal que la fiesta fue por una buena causa.

—Sí, quedémonos con eso —añadió Magdalena, tratando de asimilar la información recibida—. Te veo luego, Manoli, que tengo millones de cosas pendientes antes de clase.

Tras fichar en portería, caminó por la galería principal hasta el mural contra el acoso. Magdalena era la responsable del buzón y, por lo tanto, la encargada de filtrar los mensajes enviados y escoger aquellos que formarían parte de aquella artística reivindicación. Con la intención de liberar una de sus manos, dejó la caja fuerte en el suelo y, después, abrió el buzón. No siempre había mensajes, pero aquel día se encontró con algo inesperado. Era una carta muy larga, escrita en varias hojas cuadriculadas, plegadas sobre sí mismas, que parecían arrancadas de un cuaderno. Cuidadosamente, desdobló los papeles y comenzó a leer:

«Hoy hemos celebrado la fiesta de Carnaval en el colegio. Nuestra tutora, Magdalena, había insistido en que debíamos participar porque, con el precio de la entrada, íbamos a recaudar dinero para una asociación en contra del acoso escolar. Yo no quería ir a la fiesta, de verdad que no quería. Sabía que no iba a estar a gusto, pero Claudia insistió en que fuese. Es mi única amiga en el colegio, o por lo menos lo era. Antes se preocupaba mucho por mí y me preguntaba cosas. Era agradable conmigo y me defendía de los demás, pero desde hace unos meses, todo ha cambiado.

Creo que le ha empezado a gustar un chico, Daniel, y ya no me hace caso. Bueno, sí me hace caso, pero no como antes. Ahora solo se ríe de mí y ya no me toma en serio. No entiendo por qué le gusta Daniel, no es buen estudiante y han estado a punto de expulsarle varias veces. Nunca respeta nada y todo el rato está molestando. Me pone muy nervioso, siempre está detrás de mí, diciéndome cosas y dándome golpes. Yo le ignoro, como me pidió Magdalena que hiciese. Además, mi psicólogo me dice que debo aprender a controlarme pero, a veces, no puedo más y estallo.

Como Claudia se puso pesada con que fuese a la fiesta, al final, acepté. Fue ella quien me dio la idea de disfrazarme de sayón, me dijo que así nadie me reconocería. Los sayones, según leí en internet, son verdugos o gente feroz, y suelen ir con la cara tapada. No soy ni feroz ni un verdugo, pero sayón parecía nombre de justiciero, de superhéroe bueno, y por eso le hice caso. Le pedí a mi madre dinero para comprar el traje pero ella prefirió encargarse de hacérmelo a mano.

Hoy, me he traído el disfraz de sayón al colegio para cambiarme aquí. Nadie podía recogerme y traerme otra vez para la fiesta de Carnaval. Así que al salir de clase me he ido a estudiar a la biblioteca y antes de la fiesta me he disfrazado en el baño.

Al llegar al gimnasio, nadie me ha reconocido, ni siquiera Magdalena. Iba vestida de hada madrina, o algo así, y estaba en la entrada controlando el acceso a la fiesta. Después, he ido a dejar mi mochila en el ropero. Cuando estaba en la pista, me he sentido muy bien ocultando mi identidad y disfrutando del Carnaval como el resto de mis compañeros; sin burlas, empujones ni malos comportamientos.

Luego me he ido a tomar un refresco. Mi madre me prohibió tomar más de uno, dice que es demasiado azúcar y después no duermo. Al terminarme la bebida, me han entrado ganas de ir al baño. Antes de hacer mis cosas, me he quitado la mascara que me tapaba la cara, me estaba empezando a molestar. En ese momento, ha aparecido Daniel. Me he puesto la máscara muy rápido para que no me viese, pero ya era tarde. Me dijo que sabía quien era, que Claudia se lo había dicho, y más cosas que no he querido escuchar. Ignorándole, me he ido muy rápido del baño y he recogido mi mochila en el ropero para irme de la fiesta.

Cuando he salido del gimnasio, he podido ver de reojo que Daniel me seguía. He ido a toda prisa hasta el final del patio, donde están los contenedores. Daniel me ha seguido hasta allí gritándome cosas y metiéndose conmigo. Cuando estaba delante de mí, se ha llegado a pegar mucho a mi cara. Su aliento olía mal y no pronunciaba bien. Yo me he quedado bloqueado. Tenía miedo, no quería que me hiciese daño. Entonces Daniel me ha empujado varias veces contra los contenedores. En ese momento, me he enfadado mucho y he perdido los nervios.

Por eso me he abalanzado sobre él y le he pegado varias veces hasta que se ha caído al suelo. No he sido capaz de comprobar si respiraba o no. Tampoco de buscar ayuda o avisar a mi tutora. De todas formas, sé que ella no hubiera hecho nada. Yo no soy malo, yo no hago daño a la gente. Solo quiero que me dejen tranquilo y no me molesten más. Daniel ha sido el culpable de todo esto. Solo espero que esta carta sirva para que se sepa toda la verdad, toda, sobre lo que ha pasado esta noche.

A quien le pueda interesar,

Abel Fernández, 4º E.S.O. C»

Al terminar de leer la carta, tras comprobar que estaba sola en la galería, Magdalena rompió el mensaje en trozos cada vez más pequeños y guardó los restos en uno de los bolsillos de su pantalón. Después, recogió la caja fuerte del suelo y subió a la sala de profesores. Una vez allí, se acomodó en una de las mesas de la estancia y empezó a contar el dinero recaudado.

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