Sororidad

Al cerrar la tienda, me despedí del resto de empleadas y esperé en la puerta, fumando, a que llegase mi coche. Durante mucho tiempo, había renegado de aquel servicio. Me negaba a creer que por ser mujer el transporte público nocturno no era para mí, pero Diego no paraba de repetir eso de «a esas horas, es lo más seguro». Y, después de la tensión acumulada durante lo últimos cierres, no me apetecía angustiarme más. Puede parecer una tontería, pero de tanto decirlo, parecía haberme metido el miedo en el cuerpo. O eso quería hacerle pensar a él.
Diego era el dueño de Fantasías, una icónica tienda para mujeres muy conocida en la ciudad. Construida sobre un antiguo teatro y con más de cuarenta años a sus espaldas, en sus tres plantas, las clientas podían encontrar todo tipo de artículos. Como en tantos otros negocios, nuestra realidad se alejaba bastante de la experiencia de marca ofrecida. Diego estaba enamorado del dinero y su mentalidad era totalmente opuesta a los mensajes promocionales que decoraban el interior de la tienda. «Hay que darles lo que quieren», repetía una y otra vez. Así era como vaciábamos las carteras de abuelas, madres e hijas vendiendo ideales en los que ni nuestro propio jefe creía. Y tampoco yo me libré de convertirme en cómplice de toda aquella farsa.
Cuando llegó mi coche, me subí, saludé al conductor y cogí uno de los tetrabriks de agua de la puerta. Le di un par de sorbos y me dediqué a mirar por la ventana, dándole vueltas a cómo había llegado hasta ese punto. Quizá hubiera sido mejor hacerlo de otra manera. Pero reconozco que, cuando conseguía huir de la tienda, me sentía mejor que nunca.
Recuerdo perfectamente cómo empezó todo: una llamada de Diego y la posterior visita a su despacho. Durante esa reunión, me confesó que, tras la marcha del último encargado, necesitaba, urgentemente, ocupar ese puesto. Según dijo, había valorado varias opciones, pero creía que yo era la candidata más apropiada. «Tal y como esta la cosa, poner una mujer al mando, creo que es lo mejor. El equipo valorará mucho el cambio y aplaudirá que sea una de ellas quien esté al frente», añadió sin ningún reparo. Yo sabía la verdad. Fuera hombre o mujer, nada iba a cambiar. Tan solo jugaría con la ilusión y esperanzas de sus empleadas, como siempre había hecho. Era todo un profesional, llevaba muchos años en el negocio. Aunque, en ese momento, cegada por mis propias aspiraciones y las ganas de sentirme valorada, sin saber aún donde me metía, no dudé a la hora de aceptar la oferta.

Con la firma de mi nuevo contrato, comenzó la formación. Durante semanas, Diego me infló de deberes, horas extras, y charlas «educativas» —como él las llamaba— orientadas a prepararme para el puesto. Según él, si quería que me respetasen, debía ser fría, calculadora y tener al resto de mis compañeras bajo control. «Juega con ellas, la mayoría, no tienen ni dos dedos de frente. Si no, qué coño hacen aquí de dependientas…», me decía. Aseguraba que, para el éxito del negocio, era fundamental que antepusiese siempre el beneficio de Fantasías a cualquier otra cosa. Fiel y obediente a sus órdenes, me convertí en el león de la manada. Ajena al comadreo del resto de empleadas, pasaba los días marcando mi territorio, lista para atacar en cualquier momento. Si quería conservar mi puesto, era necesario actuar así. Sin embargo, lo que le hice pasar a Débora cambió por completo mi perspectiva.
Débora era la compañera con quien mejor relación tenía desde mi llegada a la tienda. Alguna vez habíamos salido a comer juntas y era la única que conocía detalles de mi vida fuera del trabajo. Al ser nombrada encargada, nos fuimos distanciando poco a poco. Y, aunque charlábamos de vez en cuando, ya nada era lo mismo. Para mi sorpresa, un día me propuso ir a comer, «como en los viejos tiempos». Durante la comida, Débora me confesó que estaba embarazada y me pidió ayuda para hablar con Diego sobre el tema. Estaba sola y tenía miedo de perder su trabajo. Yo le dije que no se preocupase, que yo me encargaría, hablaría con él y no tendría ningún problema.
En mi reunión semanal con Diego, le informé de la situación de Débora. «Habrá que buscarse a otra», respondió. Incrédula, le pregunté por qué y no perdió el tiempo a la hora de contestar que Fantasías no quería embarazos ni madres solteras que mantener. «Esto no es ninguna ONG. Es un negocio. Tu papel como encargada es ayudarme a deshacerme de ella… Y, si no, os vais las dos juntitas a la puta calle». En ese momento, víctima de sus amenazas, sin tener demasiado claro si lo hacía por ambición o cobardía, acaté la orden.
Para deshacernos de ella, Diego me propuso un plan. Mi papel en toda aquella farsa era manipular las cuentas para poner a mi compañera contra las cuerdas, acusándola de robar dinero de la caja. Al hacer pública la mentira, Diego invitó a Débora a marcharse de la tienda antes de poner el caso en manos de la Policía. Ella desmintió las acusaciones y suplicó a Diego por su puesto de trabajo. Pero él, impasible, le dijo que se fuera si no quería problemas. Fue una escena de lo más desagradable. Yo lo pasé fatal y no dejaba de culparme por haber colaborado con él. Comportándome así, ¿qué clase de compañera era? ¿Es que todo valía por contentar a Diego? ¿Acaso merecía la pena convertirme en un ser tan despreciable como él? Cuando tuve clara la respuesta, empecé a idear mi venganza.
Con un frenazo, el conductor me trajo de vuelta a la realidad. Me despedí, salí del coche y entré en el portal. Al llegar a casa, saqué el teléfono del bolso para escribirle un mensaje a Diego: «Sana y salva :)». Estaba obsesionado con saber mi hora de llegada. Era el último número del día antes de dar por terminada la función. Guardé el móvil, saqué la cartera del bolso y cogí el fajo de billetes robados que había guardado dentro. No era nada nuevo, llevaba semanas haciéndolo y, cada vez, se me daba mejor. Tras el despido de Débora, Diego confiaba plenamente en mí y no dudaba de mi lealtad. Mal hecho por su parte.
Fui a mi habitación y golpeé un par de veces la puerta. Unos segundos más tarde, Débora abrió, sosteniendo a Violeta entre sus brazos. «No hables muy alto, se acaba de dormir», me dijo. La niña estaba preciosa. Cuando dormía, era irresistible. Tuve que contenerme a la hora de acariciarla, no quería que se despertase. «El dinero para Violeta», dije, mientras le entregaba los billetes. «Muchas gracias, amiga», respondió ella, con una sonrisa.
Dejé a Débora descansando con su hija en la habitación y fui a la cocina a servirme una copa de vino. Luego me tumbé en el sofá del salón y disfruté, sorbo a sorbo, de mi última victoria. Ese era mi momento favorito del día. Y, aunque sabía que en cualquier momento podría ser descubierta, el miedo no me frenaba. Las ganas de acabar con Fantasías, siempre eran mucho más fuertes.
