Antologías

Un final de película

Desde que había vuelto a Madrid, Pía sentía que podía tocar su sueño con los dedos. Con su regreso a la gran ciudad, la joven pretendía hacerse un hueco en el mundo de la interpretación. Sabía que era una misión difícil, pero no le importaba. Siempre había sido su única aspiración. Estaba dispuesta a trabajar duro y hacer todo lo que fuera necesario para conseguirlo. Le daba igual empezar interpretando pequeños papeles, participar en obras de teatro independientes o grabar promociones. Lo único que quería era actuar. Dar vida a otros personajes, meterse en otras pieles y pensar en otras mentes.

Pía era madrileña de nacimiento pero, tras el fallecimiento de sus padres, tuvo que dejar la capital para mudarse junto a su abuela paterna a un apartado y tranquilo pueblo manchego. Angustias, que así se llamaba la abuela, fue la encargada de educar a Pía tras la desaparición de sus progenitores. Desde que era pequeña, quiso inculcar a su nieta los valores tradicionales, aquellos tan típicos de su generación y que la mujer consideraba imprescindibles.

Angustias fue consciente de la vocación de Pía desde que ésta era una niña. Era inevitable no darse cuenta. La pequeña solía aprovechar los ratos libres para subir al ático de la casa de su abuela y coger ropa antigua con la que disfrazarse. Posteriormente, cuando ya había encontrado el vestuario apropiado, jugaba a interpretar diferentes personajes, que había conocido gracias a las películas que emitían en televisión.

Angustias nunca impidió a su nieta soñar con ser actriz, pero le insistía en que se formarse en alguna «carrera de verdad». Una y otra vez repetía que «en el mundo del espectáculo, nunca se sabe». A pesar de sus intentos, la joven reiteraba que ella había nacido para ser actriz y nada le gustaba más en este mundo. Angustias, consciente de la pasión de la joven por la interpretación, intentaba abrirle los ojos y explicarle que jugarse todo a una carta no siempre permitía ganar la partida.

A diferencia de la mayoría de sus compañeros, Pía no pudo hacer planes para irse del pueblo al acabar el último curso de Bachillerato. Deseaba cumplir su sueño de ser actriz, pero no quería dejar a su abuela, que empezaba a sufrir los achaques propios de la tercera edad, desatendida. Por este motivo, decidió quedarse junto a ella y echar una mano en la pequeña mercería que regentaba. Compaginaba el trabajo en la tienda con colaboraciones en las actividades del centro cultural de la localidad. Era el único modo que tenía de sentirse cerca del mundo del espectáculo.

La decisión de mudarse a Madrid no fue repentina. El principal impulsor del traslado fue su amigo Nacho. Durante sus visitas al pueblo en vacaciones, Nacho relataba a Pía las maravillas de la ciudad y la vida que allí llevaba. Eran amigos desde la infancia, pero tras acabar el instituto, el joven se había mudado a la capital para estudiar un grado superior en Imagen y Sonido. En paralelo a su formación audiovisual, Nacho había degustado las numerosas oportunidades que ofrecía Madrid para hacerse un hueco en el mundo de la música, su gran pasión. Era consciente de que no era el mejor cantante del mundo, pero sabía que algo en él era especial: tenía un carisma único. E intuía que gracias a él, algún día, conseguiría destacar en aquella complicada industria.

En una de sus visitas, Nacho convenció a su amiga para que se mudase a Madrid con él. «Pía, ya es hora de que abandones este pueblo. Aquí nunca vas a tener una carrera como actriz. Además, tu abuela puede permitirse contratar a alguien en la tienda». La joven sabía que la vida en la capital no siempre era tan mágica y maravillosa como relataba Nacho, mas no le faltaba razón a su amigo cuando afirmaba que, si quería cumplir su sueño, tendría que salir del pueblo. Igualmente, toda su vida había sentido que Madrid había estado esperando que regresase.

La vida amorosa de Pía también tuvo algo que ver en su traslado. Varios personajes secundarios habían aparecido en los últimos capítulos de su vida. Sin embargo, los candidatos no habían superado la barrera temporal de los seis meses a su lado. Ninguno de ellos había sido capaz de atarla a esa pequeña localidad, algo de lo que se sentía orgullosa. Consideraba que su problema se reducía a una extraña ecuación sentimental donde la incógnita era su corazón. Esta operación sumada a la rabia que le producía soportar los cuchicheos de los vecinos sobre sus «fugaces» relaciones, animaron a Pía a desplegar las alas y abandonar aquel triste y perdido lugar. Angustias, comprensiva, apoyó a su nieta al conocer la decisión. «Es tu momento, Pía. Debes empezar a vivir tu vida. Yo me las apañaré», le dijo antes de despedirse.

En Madrid, compartía piso con su amigo Nacho en un castizo barrio de la ciudad. Enseguida se adaptó al ajetreado ritmo de vida de su compañero. Una de sus tradiciones más célebres se desarrollaba la noche de cada jueves. Era el día de la semana escogido por Nacho para organizar «reuniones de amigos en casa», encuentros que, según él, servían para anunciar la llegada del fin de semana. Al evento acudían compañeros de trabajo y vecinos, entre otros. Todos ellos eran personajes únicos en la ciudad. Su peculiar forma de ser y sus excéntricas vestimentas lo corroboraban. Los grandes éxitos musicales de los setenta y ochenta, los temas favoritos de Nacho, eran la banda sonora de aquellos encuentros.

A pesar de que le agradaban estas veladas, Pía solía ser más reservada con los invitados de lo que era su amigo. No le resultaba tan fácil abrirse a los extrovertidos asistentes hasta que las botellas no empezaban a vaciarse y los efectos del vino bailaban con sus sentidos.

Tras uno de estos encuentros, Pía, Nacho y el grupo de invitados de turno bajaron a la plaza situada a los pies de su edificio. En aquel lugar, jóvenes de diferentes edades y condiciones sociales encontraban un punto de encuentro donde desconectar de su rutina. La primavera había llegado a la ciudad y los parques, calles y plazas se llenaban de gente que disfrutaba de las noches cada vez más cálidas.

Un chico amenizaba con su cajón de percusión aquel espontáneo encuentro. Pía se fijó en él. Tenía el cabello castaño alborotado y los ojos de color verde oscuro. Cruzaron varias miradas furtivas. El desconocido del cajón terminó su particular interpretación y cuando se disponía a recoger sus efectos personales, sacó una vieja agenda y un bolígrafo que guardaba en la funda del instrumento. Escribió algo. Arrancó la hoja del bloc y la dobló. Se acercó a Pía y le tendió la mano ofreciéndole aquel trozo de papel.

—Hola, esto es para ti. —Sonrió y, sin añadir nada más, se marchó junto al resto de sus amigos rumbo a alguna otra parte. Pía desdobló la hoja. Había escrito su número de teléfono en una de las caras del papel. Nada más, ni nombres ni indicaciones. Nadie había tenido un gesto así con ella antes.

Pasaron las semanas mientras Pía repartía su tiempo entre puntuales trabajos como azafata y pruebas para pequeños proyectos en el mundo de la interpretación. Aún no se había atrevido a llamar al desconocido de la plaza. No sabía cómo gestionar la situación. Por este motivo, optó por no mover ficha en aquella peculiar partida de dos.

Una semana cualquiera, durante la habitual reunión de amigos de Nacho, Pía, cansada de las conversaciones de los invitados, fue a su habitación y se asomó por la venta. Sabía que estaría. Siempre estaba allí los jueves desde el día que le conoció. Ella lo había observado semana tras semana desde su ventana. Tras inspeccionar la plaza con atención, lo encontró. Allí estaba él, sentado encima de su cajón, sin hacerlo sonar, mientras conversaba con unos amigos. Pía nunca había tenido esa imperiosa necesidad de conocer a alguien, de saber más sobre él.

Tras contemplar al joven del cajón durante unos minutos, volvió al salón sin tener demasiadas ganas de mimetizarse con el resto de invitados. De repente, uno de los asistentes hizo una propuesta.

—Oye, parece que hay ambientazo. ¿Bajamos? —sugirió después de asomarse por la venta.

—Por mí, perfecto. ¿Te apetece, Pía?

—¡Sí! —respondió ella. Bajar significaba encontrarse con aquel desconocido que había ocupado tan a menudo sus pensamientos en las últimas semanas. Nacho al percibir el interés de su amiga sonrió.

—¡Nos vamos! —anunció Nacho al resto.

Nada más bajar a la plaza, Pía ubicó a su pretendiente y se esforzó en mostrarse indiferente. Nacho, consciente del interés de su amiga por el muchacho, sin ningún reparo y delante del resto de sus amigos, instó a Pía a que se presentase. Ella, avergonzada por el gesto de su compañero de piso, hizo caso omiso de sus palabras.

Mientras buscaban un rincón donde acomodarse en el abarrotado lugar, Pía aprovechó para observar de reojo al chico del cajón. Él no era como los demás y lo sabía. Era extrovertido y en el fondo de su mirada, detrás de esos ojos, Pía veía profundidad y seguridad en sí mismo; algo que le resultaba tremendamente atractivo. «Ya me demostró ser diferente al escribirme su número de teléfono en un trozo de papel», pensó. Frente a la superficialidad de las noches en otros ambientes de la ciudad, él parecía girar en un mundo paralelo, más profundo, incluso distinto al que habitaban el resto de los asistentes a la improvisada reunión nocturna.

Encontraron un poyete sobre el que sentarse. Desde allí, Pía atisbó con discreción al joven mientras hablaba con la gente y, entre charla y charla, escuchaba atenta cómo tocaba el cajón.

No podía dejar pasar la oportunidad de hablar con él. Convencida de ello, y gracias a la soltura que le concedieron las bebidas con las que había hidratado su cuerpo, Pía se acercó a saludar al joven.

—Has vuelto —dijo él. 

—Hola —respondió ella mientras saludaba con la mano —. Perdona, el otro día no te dije nada cuando me diste tu número.

—Nada, no te preocupes. —Levantó su cuerpo del cajón sobre el que descansaba—. Yo soy Leónidas, pero puedes llamarme Leo. —Le dio dos besos.

—Qué nombre tan curioso. Yo soy Pía.

—Mis padres son unos fanáticos de la cultura clásica. Pía tampoco es muy común. —apuntó dedicándole una de sus mejores sonrisas. Aquel chico hacía florecer sentimientos en su interior que durante mucho tiempo habían estado dormidos. No sabía cómo hacerlo, pero quería gustarle.

—Tienes razón. —Miró un momento en dirección al cajón que había dejado el joven tras de sí—. ¿Puedo? —preguntó señalando el instrumento.

—¿Sabes tocarlo?

—Quiero intentarlo —contestó ella haciéndose la interesante.

Pía se sentó sobre el instrumento. Empezó a tantear suavemente el ritmo con el que sorprendería a Leónidas. Poco a poco, fue arremetiendo con más fuerza al cajón. Los amigos del joven se asombraron del ritmo y la soltura con los que aquella desconocida tocaba.

Uno de ellos, se animó a acompañarla con el punteo de su guitarra. Unos segundos después, fueron varios los jóvenes que se arremolinaban alrededor de Pía, incluidos Nacho y sus amigos. «¡Olé mi niña!», vitoreó su compañero de piso. Pía estaba disfrutando del momento como una niña pequeña.

Un fuerte golpe al instrumento puso fin a la peculiar serenata que había dedicado a Leónidas. La pelota estaba ahora en su tejado. El público concentrado a su alrededor le dedicó un caluroso aplauso. Estaba eufórica. Leónidas se acercó a ella chocando sus manos con descaro.

—¡Vaya artista estas hecha! —dijo

—Gracias —Pía se ruborizó—. ¡No creas que suelo hacer este tipo de cosas! —contestó entre risas.

—Pues deberías. Hacer locuras y salir un poco de la zona de confort es mágico, Pía. ¡Has estado deslumbrante! —En ese instante, Nacho y sus amigos se aproximaron a Pía para felicitarla por el éxito de su improvisado concierto.

—¡Pía, ha sido increíble! —dijo Nacho. El joven se acercó a besarla en la mejilla—. Ahora tendremos que ir a celebrarlo. Nuestra actriz se ha estrenado ante el público de la gran ciudad.

—¿Eres actriz? —preguntó Leónidas.

—Sí. Bueno, en realidad, estoy intentándolo. Pero ya sabes, es complicado.

—¡Guau! Qué bonita profesión la del actor. 

—No te creas que lo sé. Aún no la he experimentado mucho que digamos.

—Venga, dejaros de cháchara y vayamos a brindar por esta noche —intervino Nacho.

—¿Quieres venirte con nosotros? —preguntó coqueta.

—Claro, hay que celebrar tu primer concierto de cajón —respondió él con su característica sonrisa. 

La celebración se extendió más allá del amanecer. Leónidas y Pía observaron juntos como el sol rompía con fuerza la línea que separaba la noche del día desde uno de los miradores más famosos de Madrid. Para ella, aquel momento fue mágico.

Horas atrás, Leónidas había sabido escoger el momento y lugar adecuados para dar a Pía un beso de película. La joven aceptó la invitación con timidez, pero en unos segundos se fundió con las intenciones de su compañero. Después de aquel primer contacto, la pareja se divirtió en solitario. Supieron escabullirse en el momento oportuno y dejar atrás al resto del grupo sin dar explicaciones.

Necesitaban disfrutar de su propia aventura, esconderse en cada rincón y bailar en los pasos de cebra que separaban las aceras de las calles por las que caminaban. Así fue como consiguieron su objetivo: sacar el máximo provecho de la intimidad que tan solo dos extraños tienen bajo las estrellas.

Aquella noche de primavera no fue un episodio aislado. Tras ese primer contacto, fueron muchos los días que Pía y Leónidas disfrutaron juntos. Paseaban por la ciudad, acudían a espectáculos o, simplemente, compartían algún encuentro a solas acompañados de una botella de vino y una sencilla cena en uno de sus apartamentos.

Pía disfrutaba de cada uno de los encuentros con Leónidas como si fuera el último. Sabía que el tiempo pasaba y pronto llegaría la fecha límite, los temidos seis meses. Le agobiaba aquella restricción que le imponía su corazón. Esa barrera que nunca había sido capaz de superar por miedo, desinterés o ambos.

Cuando había compartido cinco meses de su vida junto a Leónidas, Pía intentó mostrarse más fría y distante con su pareja que de costumbre. No quería involucrarse con él como lo hacía antes. Sabía que era un sinsentido, pero era superior a sus fuerzas dejarse llevar y disfrutar de él sin tener miedo al futuro. Fueron varias las ocasiones en las que Pía intentó explicarle a Leónidas los miedos que se apoderaban de ella, pero cuando sus miradas se cruzaban era incapaz de compartir sus inquietudes.

Con el final del verano, llegó el esperado primer concierto de Rubias Descerebradas, la banda de Nacho. El evento tuvo lugar en una alternativa sala situada en el centro de la ciudad. Nacho convocó a todos sus conocidos al debut del grupo y, sin consultar a Pía, también invitó a Leónidas. Ella hubiera preferido asistir sola al concierto, sabía que estando Leónidas allí sería incapaz de disfrutarlo. Lo único que tenía en mente era que debía poner fin a su relación para acabar con la angustia que cada día se apoderaba más de ella. 

Tras varias canciones, después de cantar y bailar en primera fila al ritmo impuesto por Rubias Descerebradas, Pía pidió a Leónidas que le acompañase a por otra bebida. Mientras esperaban a ser atendidos en la barra del recinto, Leónidas, preocupado por el extraño comportamiento de Pía, fue directo al grano.

—Te noto rara, ¿va todo bien? —preguntó.

—La verdad es que no. No quiero mentirte —respondió Pía con sinceridad —Supongo que es la regla de los seis meses.

—¿Qué?

—Sí. En mi vida, ninguna historia de amor ha durado más tiempo. Seis actos, de un mes de duración cada uno. Nada más. Y estoy agobiada porque nuestro momento se acerca.

—Pía, ¿qué clase de tontería es esta?

—Leo, sé que como siga contigo pasados seis meses vamos a acabar reducidos a cenizas y no quiero hacerte daño. A ti, no. —Pía empezó a sollozar —. Desde hace semanas no soy capaz de disfrutar de esto pensando en que pronto, nos guste o no, llegará el final. Ese presentimiento me impide ser feliz estando contigo. —Dirigía su mirada hacia el escenario al mismo tiempo que verbalizaba sus miedos. Era incapaz de mirar a Leónidas a los ojos mientras se sinceraba—. Es un papel que se me resiste. Y esta vez, siento que esta jodida regla me está alejando del coprotagonista de mi vida, sin ser capaz de impedirlo.

—Creo que estás racionalizando tus sentimientos —apuntó él con tranquilidad—. ¿Sabes qué es peor que una actriz que no sabe transmitir cuando interpreta? —Pía le observó con atención mientras exponía su argumento —Una que no es capaz de demostrarle a la persona a la que ama que lo hace.

—Leo, yo no quiero hacerte daño. No quiero que esto acabe destruyéndonos.

—No me lo vas a hacer. Pero para eso, necesitas dejar de quererme con la cabeza para empezar a quererme con el corazón —Leónidas cogió la mano de la joven y la llevó a su pecho —¿Lo sientes? —preguntó haciendo referencia a los latidos de su corazón  —Esto lo mueves tú. Ni mis miedos, ni mis rayadas. Solamente tú. —Pía no pudo evitar emocionarse con la declaración de Leónidas. Avergonzada, se refugió en el pecho del joven mientras sentía como sus latidos se sincronizaban con los suyos.

—No tengas miedo, Pía. Si acabamos reducidos a cenizas, ya resurgiremos, juntos o por separado. Eso ya nos lo dirá la vida. —Pía se puso de puntillas para besar a Leónidas. Tras el beso, su compañero se quedó mirándola fijamente unos segundos y después volvió a coger su mano.

—Bueno, volvamos con el resto a disfrutar del concierto —propuso el joven —. Aquí no ha pasado nada. —Pía aceptó la invitación. Unidos por sus manos, la pareja se alejó de la barra en busca de sus amigos perdiéndose entre la muchedumbre concentrada a los pies del escenario.

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